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Finales del siglo XIX, en una pensión en un barrio apartado de la ciudad de Londres Eugenia Ronder vive sola. Deja pasar las horas, los días y los años sin más compañía que la lectura de libros desvencijados abandonados por otros huespedes que le distraen de sus pensamientos, turbada por trágicos recuerdos del pasado. Como si se tratara de un moza contemporánea del Islam más tosco o un tapada española del ya lejano siglo XVI cubre su rostro con un velo dejando solo a la vista sus labios todavía sonrosados y su barbilla redondeada, pero no es por su voluntad, el velo esconde la caricatura informe y terrible de una antigua hermosura. A mano, visible sobre un velador junto a un viejo sillón oscuro sobresale una pequeña botella de cristal azul de aspecto inane sino fuera por la etiqueta de color rojo intenso y una palabra impresa: «Cianuro». Cada noche cuando el silencio envuelve la casa se despiertan tristes presagios, acaricia entonces con su mano el cuello de la botella y destapa el pequeño corcho perfumando la habitación con un agradable y siniestro aroma de almendra, estremecida lo cierra al instante y de nuevo coge un libro, siempre su aliado bienhechor.
Sabemos que fue artista del circo Ronder, uno de los míticos ingleses junto Wombell o Sanger que recorrieron la Inglaterra victoriana mostrando por vez primera fieras y animales nunca vistos traídos desde otras latitudes del Imperio. En un incidente no esclarecido un león se precipitó desde la jaula cuya puerta estaba abierta y de un zarpazo despedazó la cara a Eugene. El que era su marido y dueño del circo y domador de las fieras apareció muerto a cierta distancia con la cabeza ensangrentada y abierta en canal. La policía lo consideró un accidente. Ella decidió apartarse del mundo y escapar del pasado y de un pasado anterior no menos terrible; su esposo la maltrató durante años, le ataba y le amordazaba, le azotaba con el látigo, descargaba contra ella la ira de su alcoholismo y su naturaleza primaria.
Transcurridas varias décadas del suceso sumida en la desolación de una vida perdida sin remedio Eugene a través de su casera, la señora Merrilow, acude a Holmes, el ya afamado detective que resuelve todos los entuertos pero también conocido por su honestidad y nobleza. En realidad no hay caso que resolver, se trata del relato más corto narrado por Watson; es más la historia de una confesión y la búsqueda de un consuelo. Eugene fue victima de la villanía de un maltratador y de la cobardía de un amante, Leonardo el acróbata y hombre fuerte del circo, que de protector se transformó en asesino matando al esposo con un atizador preparado para fingir la garra del animal y simular un accidente, pero la cobardía le hizo huir cuando el león liberado y nervioso atacó a su amada despellejando su rostro, sin acudir a ayudarla. Doble crimen, una defensa legítima y un azaroso y trágico destino.
Holmes demotró una intensa simpatía llena de ternura con la desgraciada Eugene, antepuso la Justicia sobre la ley, la comprensión sobre la venganza, «dejad a los muertos que entierren a sus muertos». Al final un paquete se recibe en Baker Street, contiene una botella azul con la etiqueta del veneno y un mensaje «Le entrego mi tentación, seguiré su consejo». Viene sin remitente, alegre y lleno de esperanza Sherlock comenta a Watson, «convendrá conmigo que es el regalo de una valiente dama….»
(Comentario al relato «La dama con velo» Arthur Conan Doyle)
Pd. En esta historia Watson, que narra hacia atrás recordando viejos casos como albacea del archivo de su amigo, ya no compartía el apartamento de 221B Baker Street con Holmes; se ha especulado mucho al respecto desde los que argumentan una eventual discusión entre ambos por los hábitos de juego de Watson, los que aducen al contrario los de singular consumo de sustancias por Holmes, ambas teorías sin ninguna base dada la cordialidad que siempre se muestra entre ellos; parece más lógico el segundo matrimonio de Watson como eventual desencadenante de la separación o un nuevo destino como médico-militar, algo natural, no obstante su peculiar asociación, cada uno tenía una vida propia (en la serie de Sherlock siguen esta linea). También en el relato aparece otro detective Edmunds de Berkshire Constabulary, a cargo del caso en la primera requisitoria y que no encontró prueba de crimen alguno archivándolo, pero algo debio vislumbrar cuando compartió información con Holmes, en todo caso debió ser antes porque en el momento de la confesión se encontraba destinado en la India, y acaso el hacendoso inspector Lestrade ya jubilado. Y otra curiosidad Holmes nos revela su afición por el buen vino, en este caso comparte con Watson un espléndido borgoña Montrachet, el del monte pelado…)
Fdo. Francisco Javier Alex Guzmán.