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El hombre ha de morir, (moriturus decían los latinos), prever las consecuencias que su eventual (o segura) desaparición producirá en su mundo, que dejará de serlo cuando ya no esté para ser de otros, es una manera de perpetuar su existencia para que sus familiares y herederos conserven su memoria, su legado espiritual y cómo no … patrimonial. Tenemos miedo a hacer testamento, la muerte se reviste de «irrealidad», gusta de esconderse en el sentido que «no va con nosotros» porque la vemos lejos y somos testigos del fallecimiento de los demás; llegará la vejez y aun así, si conservamos la salud, tendremos todavía la esperanza de vivir más, un poco más, aún nos quedará algo de tiempo; pensar eso nos consuela. Más allá de consideraciones antropológicas de por qué nos ocurre esto, como si el humano vivir fuera incompatible con la segura aniquilación de nuestra existencia ni que decir tiene las de nuestros seres queridos, «tú a quien amo no morirás», decía Gabriel Marcel, como si la vida humana nunca pudiera dejar de proyectarse, imaginarse y en fin anticiparse, lo cierto es que mientras estemos aquí nuestra vida tiene argumento, el futuro puede ser un instante o una eternidad…
Sea cuando fuere en algún momento rendiremos cuentas con los demás en el sentido personal y en relación con nuestros bienes, lo haremos en vida y sin que los demás necesariamente lo sepan, aunque lo intuyan, lo deseen o lo esperen. Los españoles son reacios a hacer testamento con carácter general, y el que se suele hacer es de tipo formulario, un testamento abierto declarando la última voluntad ante notario, muy frecuente «el de ti para mi» entre los esposos, es decir el legado de usufructo universal que ha de vincular a los herederos, normalmente los hijos, con riesgo de quedar su herencia reducida a la legítima si no aceptan («cautela socini»). De indiscutible utilidad para pequeños patrimonios y ahorros de toda una vida, normalmente de tipo ganancial, como medida protectora y garante del bienestar del supérstite, pero no del todo recomendable «cuando hay bienes más que suficientes» para repartir con riesgo de convertir a los hijos en herederos perpetuos y condenarlos a la estrechez económica a ellos y a sus nuevas familias, dada la gratificante longevidad española y la casi estructural crisis económica de las últimas décadas. Los extranjeros, o podríamos ya decir nuestros compatriotas europeos, son más proclives a disponer sus últimas voluntades y de muy diversa forma, no necesariamente en igualdad de condiciones para sus beneficiarios, menos escrupulosos que los hispanos ya curtidos en modelos familiares remozados no tradicionales, por lo que no nos es ajeno a los despachos que tratamos con ellos cotidianamente asesorar no solo en uno sino en varios testamentos en vida sobre sus bienes en España, por supuesto también por las ventajas que implica la simplificación de los trámites sucesorios por venir.
El testamento en casa es otra cosa. Hacerlo ante notario es muy recomendable, lo dispuesto queda garantizado por un fedatario público y en su momento llegará a conocimiento de los interesados, familiares y/o herederos, que podrán ejecutar nuestras últimas voluntades sin mayores incidencias y con rapidez. El testamento ológrafo o autógrafo es otra manera de hacerlo, y sin bien conocida no muy frecuente en la práctica (¿qué sepamos?). Tiene dos fases, una muy sencilla; cualquier persona mayor de edad puede escribir de propia mano, de manera autógrafa, con un bolígrafo, pluma o lápiz su última voluntad en cualquier hoja de papel o similar, con nombre, fecha, lugar y rúbrica, siempre con la firma habitual que conozcan familiares y/o amigos. Los que no saben o no pueden escribir no pueden testar de esta forma. Tiene que quedar claro al redactarlo que estamos disponiendo nuestra última voluntad de manera clara es decir para después de nuestro fallecimiento («animus testandi in actu»), y no como una simple manifestación de intenciones, deseos, pensamientos o reflexiones de futuro incierto porque entonces no se considerará testamento. Tiene que ser autógrafo con nuestra letra habitual en el sentido que sea reconocible como propia, aunque lógicamente la letra varía con la edad y según las circunstancias personales también por maduración, los que tienen caligrafía de imposible lectura pueden mixtificar con letra «de molde» o imprenta» pero siempre de propia mano y cuya atribución no genere dudas. Un testamento ológrafo puede modificar o incluso invalidar total o parcialmente otro anterior, también el notarial por lo que hay que ser prudente en su uso y sobre todo muy consciente, claro en los términos que usamos en su redacción. No valen vídeos, grabaciones sonoras, textos mecanografiados con máquinas de escribir o procesadores de texto en ordenadores, tabletas o móviles ni por supuesto declaraciones o manifestaciones en redes sociales what´s up, facebook, etc. Es obvio que el uso de soportes digitales y la firma electrónica abre una vía de muy previsible y deseada implantación, y lo raro es que no exista ya la posibilidad de redactar testamentos directamente en la plataforma con acceso del Registro Público de Actos de Ultima Voluntad cuando se tiene firma digital, pero ya se andará y todo hace pensar que muy pronto.
Una vez elaborado el documento autógrafo así sin más no tiene la consideración de documento público, solo privado, por lo que no puede producir efectos legales. Entonces viene la segunda fase. Es necesario cumplir una serie de formalidades no eludibles una vez acaecido el fallecimiento del testador/a, lo que en Derecho se llama «adveración» y «protocolización» del testamento ológrafo. Consiste en comprobar la veracidad del testimonio del causante documentado en el autógrafo, es decir si verdaderamente ha sido escrito por él, examinar la correspondencia del nombre, la firma o rúbrica, el lugar y la fecha, previa acreditación del fallecimiento con el certificado de defunción médico correspondiente. Ante de la reforma del año 2015 esta función la ejercía el Juez de Primera Instancia del lugar de fallecimiento, ahora le compete al notario lo cual en principio acelera los trámites, el fedatario acreditará la autenticidad del testamento y la identidad del testador levantando un acta de protocolización tras la práctica de una serie de diligencias; una vez que le sea presentado el testamento, en sobre o pliego cerrado o no, requerirá la presencia el día y hora que señale del cónyuge sobreviviente, si lo hubiere, los descendientes y ascendientes del testador y, en defecto de unos y otros, los parientes colaterales hasta el cuarto grado; se podrá solicitar la presencia de tres testigos que declaren que «no abrigan duda racional de que fue manuscrito y firmado por él», sin perjuicio de acudir a un perito calígrafo; una vez rubricado el testamento en todas sus hojas ya protocolizado en acta firmada por el notario surtirá entonces plenos efectos como documento público, salvo si alguien lo impugna, lo cual implicará otra tercera fase aún más complicada, la contenciosa ante los Tribunales. (art. 688 y siguientes del Código Civil, Ley 15/2015 de 2 julio de Jurisdicción Voluntaria art. 61 a 63, Ley del Notariado 28 de mayo de 1962, art. 62 y artículo 3 Anexo II Reglamento Organización y Régimen del Notariado en materia de Ingreso en el Cuerpo de Notarios (Decreto de 2 de junio de 1944).
La virtud del testamento ológrafo es que se redacta en la esfera privada e íntima de la persona, valorando en conciencia su más sincera y recta intención, sin la intervención de nadie, sin manipulaciones o tergiversaciones o veleidades de ningún tipo incluso con buena intención no espúreas o interesadas por parte de familiares y/o amigos, o cuidadores, pero que de alguna manera directa o indirecta pueden mediatizar con su sola presencia al autor del testamento; a solas en últimas cuentas consigo mismo el testador puede reflexionar de manera pausada y decidir en conciencia el deseo de lo mejor para sus últimas disposiciones personales y patrimoniales, sin necesitar la asistencia formalista y ritual de un notario, profesional de indudable probidad y neutralidad pero que no deja de ser una intervención distante en un acto eminentemente personal.
Cabe un riesgo fatal, su principal ventaja se puede convertir en su mayor inconveniente; una vez escrito el documento deber ser conservado, pero ¿dónde?; en cualquier sitio o lugar y por quien sea; lo más socorrido guardarlo en un cajón con nuestros documentos «más importantes» o lo que a nosotros nos parece; con conocimiento o no de las personas más íntimas, pero sea como fuere el destino del testamento no dejará de ser azaroso y queda fuera de control del testador, su secretismo puede muy bien llevar a que su existencia e inevitable y terriblemente su contenido finalmente sea desconocido por todos, interesados o no. Más aún imaginemos que el testador encargó a alguien singular de su confianza su guarda y éste, o bien un tercero que puede ser cualquiera que casualmente o no da con él, y una vez fallecido el testador lo sustraen, destruyen o simplemente ocultan o lo tiran quizá porque no saben qué es, otro papel más inservible entre tantos, facturas, cartas, anotaciones, papeles de otro que ya nadie quiere, (¡se tiran hasta los libros¡), cosa ya frecuente incluso entre familiares; como resultado es probable que nadie, intencionadamente o no, de cuenta de su existencia; la ley obliga al que tiene en su poder el testamento entregarlo en un plazo de diez del fallecimiento al notario para protocolizarlo. Se trata de una obligación bajo de pena de compensación por los daños y perjuicios causados pero la responsabilidad en que pudieran incurrir es de difícil exigencia cuando el hecho generador de la misma es desconocido por quienes pueden reclamarla. En todo caso transcurridos cinco años desde el fallecimiento el testamento dejará tener validez.
Como siempre hay una solución, si todavía hay algún maravilloso y romántico insensato que quiere hacer un testamento manuscrito con su propia letra, puede acudir a su abogado de confianza para su custodia, pero como los abogados también fenecemos y nos resulta difícil disponer del futuro de nuestros despachos, para eso están los registros públicos, por lo que probablemente con buen criterio se le aconsejará acudir cómo no al notario, (que tras explicarnos las ventajas del testamento abierto) levantará acta notarial para que se tome razón del testamento ológrafo en el Registro de Actos de Ultima Voluntad. Nadie sabrá el contenido pero si constará públicamente su existencia para que salga a la luz cuando llegue el lejano día.
Decía el jurista Scaevola que el testamento ológrafo era propio de sociedades nacientes, donde no abundan las formalidades, yo al contrario pienso como Vitali que donde más sentido tiene es en las sociedades avanzadas, los actos intencionales en que ejercemos nuestras facultades y obligaciones jurídicas más personales y más aún cuando son de carácter unilateral deberían poder manifestarse plenamente en las mejores condiciones donde se permita un ámbito de tranquilidad e intimidad, y la esfera digital ya lo proporciona, junto la seguridad jurídica y garantías de autenticidad. No obstante resulta paradójico, y digno de consideración y estudio, que el ámbito digital, por definición una mónada reservada cuyas ventanas al exterior podríamos controlar según el cauce de comunicación que quisiéramos con nuestro entorno social para proteger nuestra pretensión autoconsciente de incardinación en la sociedad, se esté encauzando por otros caminos, convirtiéndose en la mayor fuente de despersonalización actual del individuo atrapado en las «redes sociales», donde prima la «tendencia del momento» y la busqueda del «seguimiento» y «respuesta» como medio de aceptación social, donde los «contenidos» elaborados por un sujeto incierto e indefinido (aunque haya una persona detrás no sabemos o no nos importa quien sea, en el sentido que pudiera ser otro), y siempre de manera sugestiva y atrayente para llamar o desviar la atención frente a la más ufana realidad, olvidada o tergiversada, desplazando la singularidad y la vocación de transcendencia de las relaciones interindividuales y la personales para finalmente desvirtuar nuestro fondo más auténtico e insobornable, que resultará ser intercambiable, tan parecido al resto.
Basten dos ejemplos singulares para aclarar lo comentado, el primero sin duda lo conocen o conocían en mi época los estudiantes u opositores de Derecho porque se trata de una de las piezas más enternecedoras de la literatura jurídica española, el testamento ológrafo firmado en Peñafiel el 8 de marzo de 1873 por Doña Matilde Corcho Hidalgo a favor de su entonces novio y luego esposo durante más de cuarenta años Don José Pazos Vela Hidalgo. Matilde falleció el 8 de febrero de 1916 sin haber tenido hijos de su matrimonio y sin haber otorgado testamento ante notario; en aquélla época el marido no heredaba por sucesión intestada sin perjuicio de la cuota viudal, habiendo dos sobrinos Domingo y Saturnina hijos de la hermana premuerta de Matilde, (llamada también Saturnina), eran ellos los sobrinos los únicos herederos abintestato herederos de la misma. El testamento consistía en una añadido a una carta de amor conmovedora por la pureza e ingenuidad de la joven, que se ve separada temporalmente de su novio y que espera impaciente volverlo a ver; «todo el día me lo paso llorando particularmente desde las dos de la tarde en adelante y desde la siete hasta la diez»….»todo el camino vine con una fuerte calentura, ya la tenía cuando me despedí de ti a causa del disgusto que me ha causado separarme de tu lado»… «lo que nos dijo aquella viejecita lo tengo muy presente, nunca se me olvidará, porque estoy en la persuasión de que se realizará porque te quiero mucho y tengo confianza en ti… Adiós querido Pepe, no te olvides ésta que te quiere mucho, muchísimo, pero muchísimo, un millón de besos de mi parte…» y a continuación en una hoja en blanco que sigue a la carta el famoso testamento «Peñafiel a 8 de Marzo 1873. Pacicos de mi vida: en esta primera carta de novios va mi testamento, todo para ti, todo, para que me quieras siempre y no dudes del cariño de tu Matilde» (rubricada).»
El marido encontró el testamento, cuya existencia desconocía, ojeando los papeles y cartas de Matilde tres meses después de su muerte en su casa en Peñafiel y lo hizo valer, los sobrinos se sintieron despojados de la herencia e impugnaron el testamento alegando curiosamente no la falsedad de la carta ni la inautenticidad de la letra (que no fue objeto de controversia) sino 1º. la ausencia de disposición concreta de últimas voluntades, 2º. la falta de designación de heredero y 3º. la inexistencia de firma; el Juzgado de Primera Instancia del distrito de Valladolid reconoció la validez del testamento en sentencia 19 de enero de 1917, la Audiencia Territorial de Valladolid sorprendentemente en sentencia de 26 de mayo de 1917 revocó la anterior y declaró ineficaz el testamento por no concurrir las formalidades legales, finalmente el Tribunal Supremo en sentencia de 8 de junio de 1918 (publicada en la Gaceta de Madrid de 1 de enero de 1919 la cual es fácilmente accesible) volvió a reconocer su validez; para nuestro superior Tribunal expresiones como «Pacicos de mi vida» «todo para ti, todo» y la inclusión de la palabra «testamento» eran expresiones unívocas e indubitadas, más allá de la exigencia de formalidades literales enervantes, de la real voluntad de Matilde de dar no solo su vida como así aconteció sino también patrimonio a su amado novio y luego esposo… y por Justicia y sentido común.
Otro ejemplo también emotivo por la trascendencia del personaje es el testamento del compositor Don Manuel de Falla. Siguiendo la biografía escrita por el sacerdote y profesor Don Federico Sopeña constan tres autógrafos firmados escritos por el maestro, uno de febrero de 1932, otro de 9 de agosto de 1935 y el último de 4 de agosto de 1936, todos ellos firmados en Granada, quiero pensar en su casa recoleta en el carmen de la Antequeruela Baja, nº 11 inmersa en los bosques y recinto del castillo y palacios de la Alhambra.
Los dos primeros testamentos, muy breves, tras unas breves indicaciones sobre su sepultura cristiana, Falla era un católico devoto y con una religiosidad sincera como artista y como persona, también de una moralidad muy estricta en sus usos y costumbres; sus disposiciones contienen unas exigencias muy concretas sobre las representaciones escénicas de sus obras musicales, así el primero citado ordenando que se interpreten dentro de la más «limpia moral cristiana» y el segundo más polémico en sus determinaciones ya que no solo regula sino prohíbe con carácter absoluto «las representaciones escénicas de mis obras» en la medida que sus herederos, sus dos hermanos, no necesitaran el productos de sus derechos como «medios indispensables de vida» e incluso no solo para el presente sino para cuando sus creaciones pasaren al dominio público. Aquí surge la controversia; hasta qué punto un autor puede disponer sobre los derechos de propiedad intelectual de sus obras si colisionan con los intereses del patrimonio histórico cultural nacional, eso sí previa la correspondiente declaración administrativa de «bienes de interés cultural» (Ley del patrimonio histórico español Ley 16/1985 de 25 de julio).
El tercer documento manuscrito de 1936 se circunscribe a regular el destino de patrimonio garantizando el sustento de su familia, los dos hermanos como herederos, y además con orientaciones para sufragar las necesidades de los desfavorecidos con la mayor liberalidad y generosidad, para atender el sufragio de su alma, la de su familia y otras personas queridas y por supuesto al sostenimiento del culto de la Iglesia Católica.
El testamento o testamentos suscitaron dudas y controversia en la medida que afectaba a las representaciones de las obras del músico español más importante de todos los tiempos. Lo curioso es que el profesor Sopeña con motivo de la biografía de Falla, ya citada y auspiciada por la Fundación March, solicitó un informe o dictamen privado a su amigo, el ilustre jurista Eduardo García de Enterría, que contestó con su maestría habitual de manera precisa y concisa por carta de fecha 1 de julio de 1988. En principio en lo que al testamento se refería lo vio claro, suponiendo la autenticidad de la caligrafía y la adveración y protocolización en plazo, el último válido revoca al anterior (según artículo 739 Cc) por lo que los dos primeros habrían perdido su eficacia en beneficio del último que contiene disposiciones sobre todos los derechos que devenguen sus obras (también los escénicos) afectando así a los mandatos previos sobre esos mismos derechos, invalidándolas; (aunque parece por las alusiones expresadas en los manuscritos que concibió su testamento como una elaboración por partes, el último documento del 36 sería solo una pieza junto con los otros testamentos previos y con previsión de otra final, así se dice «doy comienzo a esta segunda parte del testamento» y al final «Y aquí termino la 2º y penúltima parte de mis disposiciones testamentarias»… lo cual complicaría el asunto porque podría salvarse la eficacia aunque sea parcial de disposiciones anteriores en la medida que no fueran contradictorias y además podría haber otro… pero ya son especulaciones que nos remiten a otro lugar…). El asunto sobre la prohibición de representaciones escénicas de sus obras en todo caso para el profesor García Enterría se resolvía mediante la correspondiente declaración como bien de interés cultural justificando la expropiación por razón de interés público que prevalece sobre el privado.
Como vemos son dos muestras de hasta donde un documento manuscrito en la privacidad de nuestro hogar puede tener consecuencias no solo en la vida íntima de una familia común o corriente sino también afectar al interés nacional a través de un personaje eminente, ambos casos igual de fascinantes.
Ldo. Javier Alex Guzmán