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«Tres palabras rectificadoras de legislador y bibliotecas enteras ser convierten en basura». Estas palabras nos resultarían de «rabiosa» actualidad si no hubieran sido escritas en 1847 por el jurista alemán Julius Von Kirchmann, lo cual nos pone sobre la pista que esto de la crisis del Derecho o la ciencia del Derecho no es de ahora. En la Facultad se nos decía, quizá para estimular nuestro interés por Triboniano, que si un ciudadano romano despertara de su sueño milenario si de algo pudiéramos hablar y entendernos con él serían sobre reglas e instituciones jurídicas, (eso sí si nosotros supiéramos latín). Ciertamente sobre Derecho Penal y/o Derecho del Trabajo resultaría más complicado, sobre todo si el romano redivivo es un esclavo. Pero no es menos cierto que todavía podemos desempolvar de la estantería más remota de nuestra biblioteca un tratado de Clemente de Diego o un Curso de Derecho Mercantil de Garrigues para desentrañar algún concepto jurídico con más claridad y mejor criterio que más de uno de nuestros eminentes y contemporáneos juristas. Algo tiene que ver la anécdota que contaba Ortega y Gasset sobre el parroquiano que va a confesarse al cura y éste le pregunta antes, previsor, si se sabe los mandamientos y aquel responde, no sin descaro, «que lo iba aprendé pero que ha escuchao un «run rún» que lo iban a cambiá…».
Y es que nos pasa como al no muy devoto amigo, sentimos que no están trastocando nuestros cimientos, queramos o no nuestras bases y fundamentos no nos parecen seguros, vivimos en la incertidumbre, quizá un tanto inducida y no real, (¿acaso la vida no es inseguridad y la profesional más aún?). Lo curioso o contradictorio es que cuanto más frenético es el afán de nuestro legislador en disciplinar y perfeccionar cada pequeño detalle de la convivencia o sus instituciones jurídicas más nos resulta imprecisa, incierta o ambigua la regulación, expectantes siempre de un criterio aclaratorio y «definitivo» donde nuestros tribunales, quizá admirados de que paradójicamente se les deje tanto margen, se nos muestran algo más que vacilantes a su pesar en este «mare» del Derecho que cada vez es menos «nostrum». Es por ello quizá que el jurista debe buscar o mejor revisitar (como si se tratase la mansión escondida de Retorno a Brideshead) algún sostén con el que conformar nuestra perspectiva jurídica, un punto de vista previo y razonado que nos permita aprehender la complejidad jurídica en sus múltiples conexiones, donde el centro siempre será el ser humano por sí mismo y su relación con el otro, en la convivencia social. Hacer Derecho supondrá salvaguardar ese quehacer humano, ese convivir uno con otros que disciplina nuestras relaciones interindividuales o como sujetos activos o pasivos de la máquina jurisdiccional o administrativa, el llamado aparato coercitivo del Estado; asumiendo siempre que cualquier ciudadano en un régimen democrático puede y debe influir en la formación del Derecho por cuanto quiera o no ha de regir importantes dimensiones de su vida, y ello debe implicar responsabilidad.
Puede entonces que sea conveniente saber qué es eso de la vida humana y el hecho social, y que han pensado nuestros sabios sobre ello aunque solo sea para saber qué atenernos en nuestro desenvolvimiento diario como personas y como profesionales del Derecho, sentir cierta seguridad. Quizá nuestro viejo amigo Triboniano y sus muchos sucesores de siglos, Ciceron, Irnerius, Francisco Suarez, Hobbes, Eward Coke, Locke, Edmund Burke, Savigny, Oliver Wendell Holmes o Robert Nozick por citar algunos al azar, puedan enseñarnos más de lo que creemos porque algo de experiencia jurídica tenían, por muy útil sin duda que nos resulte la última versión superactualizada de la base jurídica «inteligente» que utilicemos. Algo ya intuimos, no nos será suficiente porque la «máquina», el «procesador» tendrá memoria y sabrá articularla eficazmente bajo unos parámetros dados, un logaritmo ideado normalmente por un no jurista, nos ahorrará tiempo y obtendremos resultados sin duda eficaces, pero no nos ofrecerá «experiencia jurídica» en lo que en su plena significación implica y es imposible que lo haga porque precisamente funciona con la experiencia jurídica que le introducimos nosotros; ahora bien, se dirá, ese «nosotros» no es baladí porque el atribulado jurista que consulta no puede tener en su ya ocupada cabeza todo el acervo de ese «nosotros», de todos los juristas, de toda esa tradición de doctrina y resoluciones por eso el acudir a la base de datos, ya casi mecánicamente, a ver qué nos dice… en busca de esa clave, ese elemento relevante que dirima el caso. Antes nos bastaba la intuición jurídica, eso sí tras mucha práctica y muchas lecturas.
La transformación digital nos abre nuevas dimensiones, la Biblioteca de Alejandría soñada a nuestro alcance, y deber ser un acicate para que el jurista, el abogado, el juez, sean algo más que un revisor o un garante del correcto funcionamiento de la inteligencia artificial cuando propongan soluciones prácticas o propuestas de resoluciones ante una controversia jurídica, que no olvidemos tiene un origen una problematicidad en el mundo real con personas «físicas» con nombres y apellidos, con sus necesidades y deseos, con su frustraciones y pesares, sean inocentes o responsables. ¿Qué puede saber la IA, cuando tantas veces no el juez (que no tiene por qué más allá de la verdad jurídica) ni siquiera los abogados podemos vislumbrar si nuestro cliente ha cometido realmente o no lo que se le presume o imputa o se le atribuye y no solo en penal o simplemente no comparte todos los datos, hechos o informaciones necesarias para el caso?. Más aún cuando los patrones probabilísticos dependen excesivamente de un devenir jurisprudencial cada vez más enrevesado, complicado y nada «automático».
La experiencia jurídica no es un concepto univoco, la dimensión conflictiva de los hechos tiene múltiples trayectorias y variantes, solo cuando es simple resulta útil la solución y aceptable la propuesta de resolución ¿pero ese es el único ámbito donde opera la IA?. Nos tememos que su uso se generalizará y creará distorsiones poco inteligibles. La experiencia jurídica es compleja, la componen múltiples datos procedentes del quehacer humano, de ahí razón de ser del intérprete del Derecho individualizándolo en el caso concreto; así pensemos en la gran variedad de respuestas cuando cada hombre y/o mujer toma sus decisiones entre el repertorio de posibilidades y potencialidades de la situación en que se encuentra, ni siquiera son unívocas ante la misma situación, sentimos la necesidad de prever y regular el futuro de las relaciones sociales imaginando el conflicto futuro aún no producido, intuyendo múltiples variedades con respuestas y conclusiones distintas, supuestos de hecho y consecuencias jurídicas diversas; además el elemento emocional es distinto en cada ser humano, se habla del sentimiento jurídico consustancial de respeto al orden establecido y al prójimo que todos experimentamos, del estupor ante injusticia, la iniquidad o el agravio y la paralela exigencia de orden frente a la arbitrariedad y el caos (sentimientos no ajenos al hacer jurídico) pero puede que ese sentimiento no siempre perdure, quizá degenere y vuelta al «eterno retorno», otra vez a descubrir las reliquias del pasado jurídico que fue y ya no es, ya pasó en parte en la Edad Oscura; o bien la consideración a los datos biológicos de la persona en el momento de producción del hecho controvertido, su edad, sexo, estado de salud, los caracteres físicos y/o mentales, los impulsos, las tendencias, los resorte emocionales y cómo no los factores sociales, la anormalidad biográfica más allá de la mental, la situación de precariedad o necesidad económica del sujeto en su entorno y la familia. Y por último la tradición jurídica heredada de siglos de juristas e intérpretes del Derecho, la innata variedad de supuestos que configuran cada institución jurídica con sus requisitos técnicos propios cuyo origen a veces ni podemos vislumbrar.
El pensamiento jurídico es un pensamiento problemático, no deductivo, silogístico o causal ni tampoco probabilístico, arranca del análisis de problemas prácticos suscitados por la vida social, requiere ponderación de argumentos contrarios, valorados bajo criterios legales pero también bajo criterios de justicia y prudencia, cambiantes en cada caso concreto. Es lo que hicieron lo más grandes jurisconsultos de todos los tiempos y los demás tratamos de imitar en nuestra humilde labor diaria como profesionales en el ámbito que nos corresponde.
Y además tenemos el «fenómeno de la sentencia», que en otros tiempos fue un debate acalorado y ahora ha vuelto a la actualidad con la aparición en nuestros tribunales de la IA. Se trataba de discernir si el fallo era resultado de una intuición jurídica, descubriendo la esencia fenomenólogica de la controversia a decidir; o bien un más prosaico y mecánico esquema silogístico de premisas y conclusión final.
El jurista práctico cree dominar su oficio eludiendo las excesivas pretensiones intelectuales u abstracciones referidas concentrando su labor en el ejercicio efectivo del Derecho, a través de su «ojo clínico-jurídico», intuitivo de la peculiaridad del caso que se le somete y como experto conocedor de la norma o institución jurídica que se trate y de las «colecciones de jurisprudencia», ahora con las bases de datos y la IA. Y los mejores en lo suyo así lo hacen y deben seguir haciéndolo. Pero el razonar jurídico por esencia busca sus fundamentos y todo jurista práctico tiende a justificarse. Vivimos en tiempos no se si de crisis pero si de cambios en el quehacer jurídico, y éste no puede limitarse al estudio de la vieja dogmática jurídica que se encuentra ya atomizada de por sí en múltiples especializaciones de ramas del saber jurídico que han disuelto el viejo Derecho, el IUS, hasta hacerlo irreconocible. El saber jurídico de siglos, el acervo de pensamiento forense no puede quedar volatizado, quedaremos expuestos a legisladores obtusos o a doctrinarios populistas, y la experiencia jurídica ya sabe de unos y otros. No podemos soslayar que estamos sujetos ineludiblemente al peso de la tradición, a desenvolvimiento del pensamiento y razonar jurídico para hacer frente a las múltiples eventualidades y a la problematicidad social, siempre desafiante; y huyendo de connotaciones políticas de conservadurismo o progresismo, que ya nos suenan huecas con la crisis de las ideologías y la obsesión por alcanzar o mantener el poder de unos y otros. El juez o el abogado cuando aplica la Ley siempre hace Justicia, distribuyendo derechos y deberes, solventado el conflicto bajo el molde previsto en la ley en el sentido amplio, un saber jurídico previo que él no ha creado aunque en su labor coadyuve a ello, ha sido hecho por otros antes que él, y otros antes que aquellos, se trata de un producto de la cultura y de la historia, un producto ya objetivado del hacer humano, que forma parte del acervo de la herencia del pasado, lo que en un tiempo fue innovación ahora forma parte de una herencia de la que todos ahora somo receptores si somos capaces de actualizar en el presente los que otros pensaron o crearon, pensando lo que otros pensaron, leyendo lo que otros escribieron, aplicando y adaptando las normas que otros conformaron. Es el derecho a la continuidad, la tradición jurídica a la que se puede invocar, a la que se puede apelar para disciplinar las mil cuestiones del hacer y padecer humano, perfeccionado a través de los siglos; es el IUS o ley vigente, una «cuasinaturaleza» que forma parte de nuestra circunstancia como elemento integrante de la sociedad con el que tenemos habérnosla para vivir, está ahí necesariamente para predecir y regular las situaciones que se imponen con carácter imperativo porque la propia sociedad así lo exige, (el quién lo impone será un problema de legitimidad y de grado de libertad que se logre pero no forma parte de la esencia del Derecho, distinto al ideal de Justicia, así como cuál es fundamento último de ésta que será una pregunta ulterior, sea el Pueblo, el Estado, la Razón o Dios). Cada hombre, ciudadano, podrá proyectarse vitalmente en su diario vivir en la sociedad en que vive inmerso sabiendo que en determinadas parcelas de su hacer, de su pretensión, en especiales ámbitos de conducta para sí y para los demás existe una regulación y el Derecho dispondrá o se impondrá en todo caso, de ahí el carácter de «cuasinaturaleza», como la ley de la gravedad lo es para la manzana.
Pero el Derecho cambia y debemos cambiarlo, progresando ineludiblemente aunque a veces, y ésto se olvida, se retroceda abismalmente, y no tan ineludiblemente. En nuestra postmodernidad tan satisfecha de sí misma no siempre hay progreso y en todo caso no es siempre lineal, (las guerras mundiales del siglo XX nos dieron un terrible lección). Quizá la meta deber ser aspiración de ese ideal de Justicia en el reconocimiento y desvelamiento estimativo de valores superiores o de mayor rango frente a los que hasta ese momento seamos conscientes. Estaríamos en el ámbito de la estimativa del Derecho, que es un esfuerzo y un afán.
Desde una antropología jurídica habrá un mínimo inteligible discernible a la razón, una concepción del hombre como sujeto jurídico de derechos y deberes, como generador de conductas que deben ser normadas en la estructura social de la que forma parte; esto implica un teoría, una interpretación ,¿pero bajo qué supuestos?; teorías y ensayos hay muchos, posiblemente sea el siglo XX quien nos haya dejado el mejor repertorio de concepciones sobre el significado ontológico y metafísico sobre lo que es el hombre y por ende la vida humana. Ya será cada cual quién opte según el sesgo de su más íntima convicción. Popper el gran teórico del principio de la evidencia científica consideraba superada la aplicación de los métodos científicos a las ciencias humanas y sociales (frente al caduco estructuralismo), como antes Dilthey, cómo no Ortega, y sin olvidar la fenomenología de Husserl y la teoría de los valores de Scheler. El ya denostado argumento de Levy Strauss contra las ciencias humanas, en especial la Filosofía y el Derecho no es más que una presunción poco verosímil, sería algo así; si durante siglos y siglos los sabios no hicieron «ciencia» es porque se ocupaban de problemas y cosas que creían podían explicar pero que solo a ellos interesaba, impelidos por problemas por los que la gran masa de la población no se sentía afectada y por tanto sin suscitar su atención y presión, cuando esto cambió el saber científico cobró su legítima preferencia y la Filosofía (y la ciencia del Derecho) decayó en el abismo de los acertijos, el saber mágico o el realismo pragmático. Se denuesta así cualquier saber que no asume postulados de la evidencia científica incluso en aquellos ámbitos y objetos que no resulta posible su aplicación, y llevamos más de un siglo en el mismo mantra, palabreja un tanto desagradable. Siguiendo este argumento parece que fue la desidia de los sabios de entonces lo que hizo que en el siglo I no se inventara la máquina de vapor, por ejemplo. Tampoco imagino a Sócrates (que dio su vida literalmente por la Filosofía) eludiendo el saber científico por acomodo personal. El signo de los tiempos y la razón histórica hace que las cosas sucedan cuando pueden y deban suceder, ¿acaso en el futuro se pensará que nuestros científicos actuales estaban retrasando deliberadamente el fármaco para la cura del cáncer, más interesados por obtener una beca de investigación o el premio Nobel?. Por no hablar de verdaderos estropicios de la modernidad y postmodernidad de los sí deberemos dar cuenta a nuestros descendientes. Es más fácil ser beligerante con el pasado, descalificamos fácilmente a Platón, San Agustín, Maquiavelo, incluso matemáticos y científicos como Pascal, Leibniz o Newton ¿cómo es posible que fueran fervorosos cristianos?, «no sabían lo que nosotros sabemos …¿?», y que no haremos con el atrabiliario Nietzsche o el esteta Schopenhauer, hasta Darwin, epónimo de la modernidad, ya levanta sospechas, una antigualla decimonónica que especulaba doctrinas en base a intuiciones, seguimos con lo mismo cuando la Paleontología ya ha probado «suficientemente» la evolución humana. Lo que se hace es simplemente ignorarlos, no estudiarlos; como cosas del pasado pero «el tiempo ni vuelve ni tropieza».
El pensamiento del siglo XX ha dado pasos de gigante en estudio y análisis de la vida humana tanto en su vertiente analítica como teoría intrínseca a priori con validez universal y necesaria (extrayendo sus requisitos del estudio de la vida tal y como aparece radicada en mi, en cada uno de nosotros con proyección a los demás) y entre la teoría y el yo personal concreto, la vertiente antropológica corpórea en su encarnación sensible, mundana, temporal, futurible y condicionada por el sistema de interpretaciones y vigencias que la circundan; es decir la sociedad. La filosofía española ha sido pionera en este sentido Ortega y Gasset, Julián Marías, García Morente, José Ferrater Mora, Luis Recasens Siches, Legaz Lacambra, Emilio García Arboleya, Hierro Pescador y tantos otros que siguieron su estela, y sin olvidar el genial filósofo (¿por qué debemos decir catalán, lo era y también español como él bien lo hizo bien público en sus escritos?), Eugenio Trías, fallecido tristemente prematuramente como ocurre con los mejores, y conformó desde punto de vista totalmente original las categoría para concebir un destino trascendente del hombre desde la Filosofía del Límite con notables implicaciones éticas y para el Derecho. Menciono a los que considero ya clásicos y «nada actuales». No sé si muy leídos tristemente, pero son un referente para el futuro de un pensamiento filosófico y jurídico; hay otros desde otros supuestos y planteamientos filosóficos igualmente respetables, aquí la «cupiditas» de Spinoza tenga algo que decir las inclinaciones de cada hombre y pensador son diferentes, «difieren mucho la vida de los hombres» nos decía Aristóteles. En todo caso todos ellos nos han dejado un corpus doctrinal y conceptual que nos permite asentar las bases del razonamiento y la significación de lo que es la vida humana, y por ende una metafísica donde extraer las consecuencias para una antropología jurídica que nos de la llave para reinterpretar y revivir las clásicas instituciones jurídicas, los derechos subjetivos, sus correlativos deberes y en definitiva la tradición y el Derecho en su continuidad, desde un nuevo punto de vista permitiendo su renovación pausada siempre hasta donde sea posible. Lo que debemos hacer es leerlos y releerlos, quizás nos contagien «la lógica de lo razonable» de la que tanto nuestra sociedad escasea ...
(Primera parte)
Ldo. Francisco Javier Alex Guzmán