C. S. LEWIS. Viajes al espacio (II).

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El 13 de Febrero de 1953 Arthur C. Clarke, autor renombrado de obras de ciencia ficción como «Cita con Rama» y «2001 Una odisea en el espacio», en su calidad de presidente de la Sociedad Interplanetaria Británica invitó a C. S. Lewis para que ofreciera una conferencia. En la carta formalmente remitida no exenta de humor le advirtió «es justo informarle que será como enviar un cristiano a la arena de un circo romano» para después matizar «aunque muchos de sus miembros son fervientes admiradores de su obra». La contestación de Lewis no se hizo esperar (14 de febrero), franco e irónico; «No me arredro ante los desafíos. Mi única objeción es que lo que ya nada tengo que añadir a lo que  he dejado por escrito. Ya se que así es como suelen darse conferencias pero yo nunca lo hago… Gracias de corazón en todo caso a la Sociedad por su invitación, a la que envío mis mejores deseos salvo en lo que se refiera a viajes interplanetarios… Probablemente todo sea un plan para secuestrarme y abandonarme en un asteroide¡ Ya me se estas cosas.»

Unos años antes en 1943 tuvieron un intercambio de cartas con motivo de la publicación de los dos primeros libros de la trilogía cósmica de Lewis, («Lejos en un planeta silencioso» y «Perelandra», el final de la trilogía «Esa Horrible Fortaleza» se publicaría más tarde en 1945). Clarke discrepaba de la visión un tanto «negativa» que mostraba Lewis hacía la ciencia,  uno de los personajes de la trama, el  Dr. Weston, un «científico»  es descrito como un embaucador sin escrúpulos que planea un viaje a Marte para explotar sus riquezas, deseando congraciarse a sus extraños habitantes ofreciéndoles una víctima en sacrificio, el pobre Dr. Ramson, secuestrado mientras daba un paseo por el campo, (de ahí la broma).

C. S. Lewis no pretendía escribir una obra de carácter científico, era un intelectual académico de preparación clásica y, tras su conversión desde el ateismo, con vocación e inspiración cristiana. Desde niño había sentido curiosidad por los viajes interplanetarios y le asaltaba la duda en qué medida el encuentro con seres de otros mundos podría ser fatal para el destino de unos y otros. Siempre solemos imaginar a los extraterrestres bien como seres terribles, alimañas de horrible aspecto con intención de dominarnos o destruirnos, al estilo «alien» o H. G. Wells, o bien como seres más inteligentes o espirituales, que se encuentran en un estadio más avanzado de la evolución que nosotros y qué quizá no desean comunicarse porque no nos consideran preparados o nos miran con cierta condescendencia… Pero podría ocurrir al contrario que fuéramos los terrestres los que pudiéramos causarles un destino fatal, los antecedentes históricos de las civilizaciones humanas no nos dan motivos de tranquilidad, nuestros valientes pioneros no suelen ser los más pacíficos  o los más sensibles frente al desconocido;  Lewis en un ejercicio de imaginación concibe distintos tipos posibles de seres extraterrestres según un nivel menor o mayor de inteligencia, lenguaje,  capacidad de abstracción para expresar satisfacción o no frente a sus necesidades naturales o instintos y, sobre todo el alcance de su conciencia o discernimiento moral. Recordemos los hobbits de Tolkien o los elfos son naturalezas no corrompidas con tendencias de comportamiento acompasadas al medio y entorno en el que viven sin transgredirlo y sin actitudes de dominación o violencia frente a otros seres aún gozando del ejercicio de la libertad, al contrario que los orcos determinados hacia el mal bajo el control dominador de Sauron.

¿Como sería entonces el encuentro con estos seres? Resuenan las misteriosas palabras de San Pablo (Romanos, 8,19…)  «Porque la expectación anhelante de la creación aguarda la manifestación de los Hijos de Dios… Sabemos en efecto que la creación entera  gime hasta ahora en dolores de parto…» . Lewis se preguntó en su ensayo «La religión y la técnica de los cohetes» de 1958 si no serían estas palabras un anhelo profético del destino que aguarda a la Humanidad.  En “Lejos en un planeta silencioso» y «Perelandra» aborda sendas alegorías de teología-ficción sobre la eventual conquista del hombre de otros planetas y los efectos que su vocación de poder, ambición y  avidez de riqueza de los humanos puede ocasionar en seres de otros mundos, los cuales describe en un estado de pureza natural, antes de la caída, y ahora amenazados por el contacto con el hombre en pleno proceso de redención (y en relación al mito del buen salvaje vemos claros paralelismos con la historia de Avatar de  las películas de James Cameron, sin las connotaciones bíblicas.).

En el tercer libro, «Esa horrible fortaleza», el más sobrecogedor de ellos (con claros ecos del «Señor del Mundo» de R. H. Benson y del inkling Charles Williams) , muestra todo un conflicto interplanetario localizado a finales de los años cuarenta del pasado siglo en una pequeña e idílica ciudad de la vieja Inglaterra, Belbury, cuya universidad mediaval, centro del saber tradicional, es tomada bajo el control de una poderosa institución semi-estatal de «ciencias aplicadas», fuera del orden establecido pero curiosamente amparado por éste,  llamada Nice (Instituto Nacional de Experimentos Coordinados). Se trata de un centro burocrático interdisciplinar con científicos, médicos, abogados, policías (el personaje de Hada Hardcastle merece en sí misma un ensayo sobre los límites del Derecho), jueces… todos bajo la sombra de un poder autoritario sin rostro, sin personificación evidente, un ser, un ángel maléfico (oyarsa de Thulcandra), que surge de las tinieblas y los estertores de una sociedad contaminada por una falsa modernidad, en decadencia y que olvida la concepción espiritual y moral del hombre, así fácilmente manipulable.  «Lo que la mayoría de los hombres buscan es comer, beber, tener intercambios sexuales,  diversión, en parte disfrutar del arte, la ciencia y una vida lo más larga posible», perfecto conejillo de indias de un nuevo Mabuse con poder para concebir una especie trans-humana, utilizando la genética, la técnica, la biología y manipulando la educación mediante la ingeniería social; un ideal confuso de «hombre-mujer» que ha de conquistar la naturaleza y que en realidad no es más que una distopia hacia su destrucción. El deselance es fantástico, en el sentido literal de la palabra, para luchar contra el Nice y sus objetivos crean una moderna «orden de caballería» de St. Annes on the Hill formada por seres corrientes un viejo profesor, una ama de casa, una doctora, una asistenta, un oso… liderados por el nuevo Pendragón, el nuevo Arturo, Ramson, que aúna las fuerzas celestiales de la esfera supralunar, los ángeles, (los oyarsas planetarios con los eldila o inteligencias astrales), sin olvidar los longaevi (ancestrales criaturas míticas como sátiros,  enanos, centauros… que emergen neutrales cuando viejos y nuevos mundos quiebran la medida del tiempo, pasado y futuro en el mismo lugar), hasta Merlín renace de Logres, en un pozo en el bosque Bragdon. Revestido de la magia de los seres celestiales desencadenará el caos en el instituto Nice, como si una nueva torre de Babel se tratara, destruyéndolo. Será el primer paso para restaurar Thulcandra y con ella la Humanidad en la posición que le corresponde en el centro de la esfera del Campo del Arbol. Vemos ecos de la llegada de la Parusía, precedida de un ciclo lleno misterio que nos llena de estremecimiento,  el tiempo intermedio ho katechon, civilización o un orden terreno provisional de los hombres que retarda, no sabemos cuánto, la llegada de los que no tienen ley (ho anomos) que traerán el caos y el desorden, pronóstico del Apocalipsis, y hasta la victoria final con la venida del Redentor. (San Pablo 2 Tes 2, 5-7).

Y es que Lewis rechazaba la concepción cientifista del universo como un «yermo vacío y oscuro» insondable y el planeta Tierra y la Humanidad como el resultado de un accidente cósmico y el azar, sin más sentido que la casualidad y el absurdo. El mito es un medio de conocimiento; se consigue la aprehensión de una idea o una vivencia cuando imagen o la narración nos permite la intelección directa de una verdad sin intermediación conceptual.  No se trata solo de imaginar lugares o tiempos pasados para lograr inspiración o consuelo.

Cuando Stanley Kubrick terminó su película con guión de Arthur C. Clarke, «2001 Una Odisea en el espacio» comentó «Esta es la primera película auténticamente  religiosa de la historia del cine», la cita es de Eugenio Trias, en su espléndido estudio de la película («La inteligencia y sus fantasmas» publicado en su tomo «De cine» por Galaxia Gutemberg). Posiblemente el cineasta es un tanto exagerado, la religiosidad se vive de muchas maneras y el cine así lo ha retratado, (la muerte en «Ordet» (Dreyer), el perdón y la rendención en «Amanecer» (Murnau), el amor en «Te querré siempre», (Rosellini), la caridad y bondad en «Tres Padrinos» (Ford), la reflexión social «Vive como quieras» (Capra) son solo algunos escasos ejemplos).

En el sentido simbólico «2001» se emparenta quizá mejor con «Metrópolis» de Fritz Lang, imágenes y música sin apenas diálogo como medio de expresión directa de una idea, como medio de conocimiento, cine como mitopoieia. El relato, en su versión original «EL centinela», comienza con una señal, un monolito, que después veremos aparece siempre en momentos concretos  o periodos axiales simbólicos que vaticinan cambios trascendentales de la historia de la Humanidad. En este caso el descubrimiento de la inteligencia, el uso de un hueso como herramienta se convierte en arma, en un instrumento de dominación social, Moon-Watcher ancestro de los hombres mata a otro de su especie (Caín versus Abel). Comienza de esta forma la historia de los hombres. Y a continuación la elipsis más famosa de la historia del cine,  (junto con el soplo de la cerilla al desierto de Laurence de Arabia de David Lean), un salto colosal en el tiempo que, sin embargo, no implica una consecuente evolución en el comportamiento de los hombres. Estamos en la era espacial pero la humanidad pese a sus avances tecnológicos sigue estando sometida a los impulsos endémicos del odio, el resentimiento, el miedo… véase la escena de la llegada del profesor Dr. Heywood a la estación Clavius, las suspicacias con el ruso Dr. Smylov, reveladoras de la falta de colaboración entre ambos países, hasta llegar a inventarse una epidemia en la luna sin compartir la información sobre posibles indicios de inteligencia extraterrestre. Parece que el hombre no evoluciona, no avanza. Y es que el monolito vuelve a presentarse en el cráter de la Luna en Tycho, haciendo una nueva señal (acompañada de un sonido estridente insoportable) que remite a un mensaje procedente del planeta Jupiter, el arquetipo de la fuerza o poder. ¿Qué representa el monolito, indicios de vida inteligente, un mensaje de Dios?. Allí se dirige a la nave Discovery (que tiene forma de esqueleto o renacuajo) con cinco tripulantes. Durante el viaje en el espacio la super-computadora Hall-9000 se rebela contra sus compañeros de viaje dando muerte a cuatro tripulantes, tres mientras mientras aún yacen hibernados, otro lanzándolo al espacio exterior. La máquina reproduce esquemas mentales, saberes y destrezas de los humanos que prefiguran el miedo y el resentimiento, la máquina siente resquemor, sobrecogida por un destino incierto, quizá por lo que les espera en Júpiter, porque quiere ser ella la única destinataria del mensaje o porque simplemente teme a la muerte tras «escuchar» (leyendo los labios de los astronautas) como piensan desconectarla al advertir sus fallos… tan humanos.  Hall 9000 se convierte en una asesina y será desconectada por Bowman, en una escena «terrorífica» donde asistimos en imágenes y verbalizada la consciencia de la muerte en directo. Bowman (el arquero), como último superviviente, será el representante de la especie humana que finalmente alcance Jupiter en busca del monolito. Tra una travesía alucinógena entre luces y destellos multicolores con la música hipnótica de Ligeti, asistimos como el astronauta se ve a si mismo en una habitación de un palacio estilo Luis XVI, del antiguo régimen, como si estuviera en otra época, quizá símbolo o alegoría de del estancamiento del progreso. A continuación vemos envejecer a Bowman hasta convertise en un anciano,  recluído en un palacio en espera de algo que debe ocurrir. Surge ya por última vez el monolito al pie de la cama del ya moribundo, el cual señala con la mano temblorosa, la consumación del objeto de su viaje y de la odisea en el espacio. Finalmente en otro encadenamiento de imágenes, el universo exterior, entendemos el significado del monolito, un paso en la evolución, la Humanidad a través de Bowman se ha convertido en un ser cósmico, un feto gigantesto todavía en su matriz, un ser germinal, un niño-estrella como el superhombre de Nietszche, dentro de la ambigüedad intencionada de Kubrick, así nos induce a pensar la música de Así habló Zaratusta de Richard Strauss. Una inteligencia superior, el centinela, un guardián estelar (Oyarsa de Lewis, de Clarke ¿? como luego veremos) ha ayudado al género humano a superar su paradigma antropológico anquilosado y en peligro de extinción, rescatándolo de sí mismo, la revolución científica y tecnológica no pudo hacerlo, como muesta el fallo del robot Hal-9000 o la inminente guerra nuclear vislumbrada en Tycho entre rusos y americanos.

La polémica Lewis-Clarke queda desprovista de sentido, ciencia y mito se alían, se necesitan para dar una explicación al sentido del Cosmos, el destino del hombre. No es la única película de ciencia-ficción que usa un mito como desenlace, en Interstellar (Christopher Nolan), el planeta Tierra se encuentra en peligro inminente de extinción, ahogado en polvo tras una catástrofe climática. En este caso es la intervención del hombre desde el futuro y, lo que es esencial para comprender el relato, bajo la inspiración del amor fraterno, no solo desde la ciencia y el conocimiento, incapaces por sí solos de descifrar el código del universo, la ley de la creación. Contemplamos a sendos prominentes científicos, uno el Dr. Brand que en su orgullo fuerza a la Humanidad al borde del colapso ocultando su fracaso intelectual y otro, el Dr. Mann, el «más inteligente», que se mueve únicamente por intereses espúreos y él mismo sometido, sin reconocerlo, al miedo e instinto de supervivencia del más fuerte sobre el más débil, optando en una espeluznante balanza po la superviviencia de la especie (o lo que queda de ella en un banco de células) o la muerte de todos los habitantes de planeta. El Bien triunfa, no sin lucha, y el amor del padre por su hija trasciende la razón, nos da la clave y resuelve el enigma del universo. Y un desenlace, el Dr. Cooper y la Dra. Grand heredando el testigo del hombre pionero creando otra civilización en otro planeta desde cero, de nuevo el amor en su odisea estelar. Similares sinergias espirituales en un ámbito científico podemos encontrar en las también magníficas películas «Contact» (Robert Zemeckis), «Gravity» (Alfonso Cuarón) y «El primer hombre» (Damien Chazelle).

C. S. Lewis, como tambien John R. Tolkien su compañero de tertulias, siempre asumió la fuerza de la imaginación como vía de conocimiento al mismo nivel que el pensamiento discursivo (aquí vemos una clara sinergia con 2001 la película de Kubrick citada).  Los mitos para ellos son una manifestación real del ser del hombre en otros mundos o en otras épocas, para Tolkien recuerdos evanescentes de leyendas e historias de las que apenas ahora tenemos memoria, emplazadas en épocas y lugares ancestrales Tierra Media o Númenor,  para Lewis más imbricado con el mundo existente, tal y como lo conocemos y vivimos. En todo caso la tradición, la especulación filosófica y teológica son instrumentos de conocimiento con similar alcance que el compendio de saberes adquiridos desde la Modernidad por el hombre tanto en Física, Matemáticas, Química y en general la Ciencia, todas ellas son ramas del saber necesarias, en su conjunto se manifiesta el lenguaje de la Creación.

El hombre ha tenido ideas o certidumbres sobre el movimiento de las estrellas y los planetas o sobre el por qué de un espacio y cielo inbarcable antes del heliocentrismo de Copérnico y antes de los descubrimientos de la astrofísica en el siglo XX. Las certezas matemáticas no nos ofrecen una visión del universo solo lo explican y hasta donde cada descubrimiento alcanza, el puzle sigue incompleto. Existe una larga tradición de pensamiento y filosofía  sobre el universo cuyas intuiciones nos han permitido dar un sentido al existir del hombre y el mundo en que éste vive:

a) El mito no es un enigma que solo pueden descifrar los iniciados o los favorecidos por un saber privilegiado, al modo de los gnósticos o los estudiosos de la cábala, ni tampoco un modo elitista de contemplación de la belleza a través del arte como los mecenas renacentistas; está abierto a todos y en especial al hombre sencillo con una mente abierta sin prejuicios.

b) La crítica al mito como exageración poética de un supuesto suceso real no es algo nuevo de la Modernidad, el escepticismo frente a manifestaciones espirituales es tan viejo como el hombre, así Evímero de Mesene, consejero de Isandro de Macedonia del siglo IV a C,  se hacía eco en un viaje a la isla de Pancaya (en el oceáno Índico) de inscripciones con nombres de reyes ancestrales esculpidos en roca, idénticos a los de los dioses griegos que se adoraban en su tiempo; un estremecedor descubrimiento como la estatua de la libertad yacente enterrada en el planeta de los simios. Pero el evemerismo es también en sí un mito…

c)Los pitagóricos fueron los primeros los que nos hablaron de un lenguaje celestial (o música) de las esferas, las distancias entre los planetas se corresponden a los intervalos musicales matemáticos y cada planeta representa una nota, por lo que existe una armonía posible de trasponer al mundo inferior y someter a la intelección del hombre; curioso que Pitágoras estuvo en contacto con los saberes del mago Zaratas (o Zoroastro) y los cultos órficos, origen del pensamiento hermético (compendio de los saberes y perennes ancestrales compartidos por todas las civilizaciones).

d) Heráclito «el Oscuro» decía que la «naturaleza gusta de ocultarse», la constitutiva movilidad del universo es un sueño, «los que velan tienen un mundo común», lo sabio que «es uno y siempre», «sophon», lo único verdadero y que está separado de todo.

e) Empédocles resuelve la cambiante multiplicidad de las cosas a través de los principios de amor y odio (s. VI a C),  la philia une los cuatro elementos o raíces de todas las cosas (aire, tierra, fuego y agua).

f) Anáxogoras fue el primero que introdujo el «nous» principio rector del universo, una inteligencia impersonal ordenadora de los movimientos cósmicos, pero la idea de espiritu es ajeno al pensamiento de la época griega, y el por qué se agrupan las homeomerías (semillas más diminutas de las cosas) en la disposición y formas que conocemos no nos es accesible; y por su parte Demócrito descubrirá los atomos y el espacio, el vacío donde se mueven, que adquiere así rango ontológico cuando antes era el no ser, el conocimiento en Demócrito es sensualista, materialista, los atomos más finos como espectros procedentes de las cosas penetran en los organos de los sentidos y así los percibimos.

e) Platón en el Timeo, recurre a un Demiurgo que ordena el caos del cosmos en un orden racional, matemático, de siete planetas formados con los cuatro elementos básicos, teniendo la Tierra como centro. Aristóteles se separa del maestro divide el universo en dos esferas, y en la supralunar  los cuerpos celestes se mueven en el éter «lugar más excelso» no sujeto al tiempo ni al devenir de la corrupción, en un movimiento de atracción hacia el eterno motor inmóvil que mueve sin ser movido por amor, por su carácter deseable, por su carácter de ser bueno, que coincide con el ser de Dios.  La esfera infralunar, por el contrario, está sujeto al devenir de la corrupción de los cuato elementos.

Con el Cristianismo el cosmos se hace más cercano, sirviéndose de los instrumentos conceptuales de la filosofía antigua que hemos visto y luego del neoplatonismo, aún a borde de caer en un implícito panteísmo o una no siempre buscada escisión metafísica entre el ser, las cosas y las ideas, configuran un mundo celeste paradigma del más allá al que el ser humano está destinado, el llamado Campo del Arbol, denominación simbólica del Cielo, que coincide con la segunda esfera aristotélica, al otro lado de la luna, lleno seres angélicos y criaturas no caídas que sirven de contraste al devenir del hombre «encerrado» en Thulcandra (en la esfera terrestre de Lewis), esperando el final de la partida en un tiempo intermedio hasta la llegada del caos y la victoria final (San Pablo 2 Tes 2, 5-7).

Vemos así que en la Antigüedad hubo un punto de partida común, el Logos; el de los filósofos griegos  la visión o el conocimiento que nos permite entender, comprender y percibir aquello en qué consiste el mundo y lo que nos pasa, el modelo de las ideas en el que el demiurgo platónico plasmó el mundo y que luego asumieron los cristianos como razón seminal o precursora del Hijo de Dios encarnado (el Verbo), el Dante lo llamaba el «principio del que pende el cielo y la naturaleza». Los principios o arquetipos son los modelos eternos que la imaginación  y la razón del hombre siempre ha buscado para saber a qué atenerse, mitos o irrealidades, eternos e irrenunciables; que no son unívocos; la ciencia solo es unos de ellos. Pseudo Dionisio, el llamado el Aeropagita, considerado en un principio como un discípulo legendario de Pablo, el apóstol, ya es aceptado que vivió en el siglo IV d. C. vinculado al neoplatonismo; influyó enormemente en la concepción imaginaria del universo durante la Edad Media, un espacio lleno de luz y vida, donde residen los arquetipos de las ideas platónicas junto a una multitud de criaturas escatológicamente ordenadas según su proximidad a la divinidad,  y entre ellos los ángeles distinguiendo una variedad como 1º- tronos, querubines y serafines; 2º- virtudes, dominaciones y potestades; y 3º- ángeles, arcángeles y principados; mediadores de la divinidad. El interés de Lewis por los seres ángélicos es proverbial en su obra literaria, y además de Pseudo Dionisio, y con su singular erudicción, hace una muy interesante mención en su libro «La alegoría del amor»  (apéndice I) a Bernardo Silvestri y al Asclepius de Pseudo Apuleyo, autores que ya hicieron referencia también a unos seres o genios que ellos llaman «usiarcas de las estrellas fijas» que velan como patronos del cosmos y sus planetas, no son dioses sino mensajeros o jerarcas de las estrellas por mandato divino, y si es necesario al servicio del hombre, en este caso de Ramson como elegido, en la batallas contra el rebelde Oyarsa de la Tierra que habita en el lado oscuro de la Luna (de nuevo el niño-estrella, el monolito de Clarke y Kubrick, los eldila…).

Lewis era un gran conocedor de todo este acervo filosófico, histórico y literario y además tuvo influencias de obras singulares por él reconocidas, en especial Orlando Furioso de Ariosto, el jesuita Athanasius Kircher, la Divina Comedia del Dante, Voltaire con «Micromegas», Phantastes de Geoge Macdonald y ya en el siglo XX, David Lindsay con «Viaje a Arcturus», Olaf Staplendons con «Primer y última humanidad», H. G. Wells y «Los primeros hombres en la Luna», en parte la obra de Edgar Rice Burroughs o en el ámbito doctrinal sus polémicas con el profesor Haldane o las «batallas dialécticas» en el seno del círculo de Oxford, (que emulan en cierta forma las ya míticas de décadas anteriores entre Chesterton con Wells o Bernard Shaw).

En este sentido merece una mención indispensable el libro del profesor Mario Ramos Vera «La sabiduría del firmamento. Transhumanismo y magia en la Trilogía cósmica de C. S. Lewis», en la editorial Comillas, uno de la grandes conocedores de la obra de Lewis, y que ha estudiado desde un punto de vista riguroso y académico los presupuestos intelectuales desde donde ideó su trilogía cósmica, que es como decir su ideario personal, espiritual y vital.

Breve apuntes biográficos del Profesor Lewis (según datos de las biografías consultadas, una  autorizada y revisada de Roger Lancelyn Green & Walter Hooper (Harper Collins), la de A. N. Wilson(Harper Perennial) y otra Alister McGrath publicada en España por Rialp).  C. C. S. Lewis fue profesor de literatura y lengua inglesa de la Universidad de Oxford desde 1925 lugar donde desarrolló gran parte de su actividad académica salvo el periodo desde 1954 a 1963 que ocupó la cátedra de literatura mediaval y renacentista paradójicamente en la universidad rival de Cambridge, aunque siguió residiendo en Oxford. Su vida transcurrió dedicada  a su labor intelectual, dando clases de literatura y filosofía a sus fervientes alumnos alternándolo con su labor de escritor de libros de fantasía y de apología cristiana y conferenciante, como pocos años antes había hecho Chesterton, pero con un estilo más directo y persuasivo. En esta época ya alcanzó fama y prestigio sobre todo en Inglaterra y Estados Unidos. Vivía entre su vivienda The Kilns (en las afueras de Oxford) y sus aposentos en el Magdalen College, que a veces tambien ocupaba con su hermano mayor Warnie, militar retirado. Seguía las rutinas típicas de una vida universitaria, aparantemente sin más sobresaltos que los literarios y los académicos,  se levantaba normalmente a las 7.15, después del aseo, paseaba por Addison Walk, asistía en la capilla a las maitines, desayunaba con sus compañeros en la Common Room, atendía el correo y esperaba paciente a que llegaran sus alumnos, de uno en uno, las tutorías duraban desde la nueve hasta la una del mediodía, momento en que normalmente le recogían en coche para volver a su casa The Kilns, (a veces Maureen conduciendo, la hija de la señora Moore, o el fiel Paxford, el jardinero, con los que convivía aparte de su hermano, Lewis al parecer sabía conducir pero todos  (él también) estaban de acuerdo que mejor se abstuviera de hacerlo). Tras el almuerzo otro paseo quizás por el bosque junto a su casa y vuelta al Magdalen para continuar las tutorías desde las 5 hasta las 7 de la tarde, y  a veces asistiendo a reuniones profesores o alumnos en las asociaciones y centros vinculados a la universidad. Pero la vida de Lewis trascencía al mundo universitario…

Organizó durante años una tertulia que se hizo mítica en Oxford, los Inklings. El origen fue un club literario creado conjuntamente con su íntimo amigo J. R. Tolkien y a los que se fueron añadiendo de manera espontánea una serie de profesores y escritores casi todos académicos vinculados a la universidad durante casi treinta años y que asistieron de manera más o menos continuada;  leían en voz alta las obras que escribían, las comentaban, las criticaban y se dejaban llevar por asuntos de lo más variado pero siempre bajo el hilo conductor de la poesía y los viejos mitos paganos, la verdadera raíz de toda civilización y primicias espirituales del Dios Providente cristiano en que casi todos ellos creían.

Los Inklings se reunían en las habitaciones de Lewis del Magdalen College los jueves por la tarde y los martes por la mañana tras las clases en el pub The Eagle and the Child, en St. Giles en Oxford». Entre sus miembros se encontraban Hugo Dyson, excéntrico profesor de literatura inglesa que alcanzó fama como divulgador televisivo en los años 60, hizo de actor de sí mismo en la película Darling de John Schlesinger en 1965, y junto con Tolkien acompañó a Lewis en el paseo por el sendero de Addison, a lo largo del afluente Chetwell, la noche del 19 de septiembre de 1931 que le llevaría a su conversión; «Un viento en medio de la tarde tranquila  y cálida que hizo agitar las hojas y presagiar lluvia. Nos quedamos sin aliento»;  el Dr. Robert Harvard, «Humphrey el almirante rojo» (por su barba pelirroja) que ayudó a Lewis con sus experiencias clínicas para escribir su libro «El problema del dolor», católico y miembro  del también mítico Club Socrático de Oxford, fue su médico personal; Dom Bede Griffiths, (Alan Richard), fue miembro muy ocasional alumno de Lewis, convertido al cristianismo en 1931 se hizo monje benedictino y terminó en Kerala, en la India, fundando Kurisumala Ashrma un monasterio de rito siriaco pionero en el diálogo entre cristianismo e hinduismo, (en España nos impresionó verlo, muy viejecito y de habla pausada,  en un programa de los años 90 de Fernando Sánchez Dragó sobre el cristianismo); el dominico padre Gervase Mathew, experto en estudios bizantinos, teología e historia, dio clases en Oxford y fue también arzobispo de Apamea en Bitinia; James Dundas-Grant, militar con inquietudes filosóficas hizo carrera en la marina británica y asumió el mando como jefe de la división naval en Oxford durante la Segunda Guerra Mundial; Christopher Tolkien, hijo de Tolkien se incorporó casi un chaval a las tertulias y se convirtió en uno de los principales miembros, todos suspiraban por su presencia porque leía en voz alta mucho mejor que su padre los capítulos de El Señor de los Anillos, a Tolkien padre al parecer no se le entendía bien;  John Wain, alumno de Lewis y famoso escritor nos dejo en su autobiografía Sprightly Running (1962) una de las más vividas descripciones de una típica reunión de los Inklings:

«Puedo ver esa habitación tan claramente ahora, el fuego eléctrico bombeando calor en el aire húmedo, la pantalla descolorida que quebraba  las corrientes de aire más intensas, la jarra de cerveza esmaltada sobre la mesa, el sofá y los sillones desgastados, y los hombres que entraban sin orden ni concierto (los que llegaban de las universidades más distanciadas siempre un poco tarde), dejando abrigos y sombreros en cualquier rincón y acercándose a calentarse las manos antes de encontrar una silla. No había etiqueta o formalidades, los honores de recibimiento los hacían en parte Lewis y en parte su hermano, W.H. Lewis, un hombre que permanece en mi memoria como el más cortés que haya conocido, no era impostado,  siempre considerado, genial, espontáneo, olvidadizo, con una atención tan instintiva como el respirar, por simple amor al prójimo… A veces cuando los miembros menos participativos del círculo eran mayoría la velada decaía un poco, pero cuando estaban los mejores  eran lo más  impresionantes personajes que he podido alcanzar a ver en toda mi vida. Era la época sombría que siguió a la guerra, con tantas necesidades, cuando todas las comodidades  parecían haber ya desaparecido sin solución. Pero Lewis tenía admiradores norteamericanos que le enviaban paquetes, el día que llegaban organizaba el reparto entre sus amigos. Su método consistía en esparcir las latas y los paquetes en su cama, sobre un panel que hacía de contraventana, y permitir que cada uno de nosotros escogiera lo que quisiera entre los inidentificables bultos cubiertos de los más sorpredentes envoltorios, no servía de nada elegir lo más grande, podía resultar que fueran ciruelas pasas o algo igual de triste. Otro admirador solía enviar un suculento jamón de vez en cuando; e igualmente era compartido escrupulosamente a partes iguales. En invierno nos sentábamos alrededor de la chimenea eléctrica; en verano, a menudo, en los escalones de la parte trasera del «Edificio Nuevo», con vistas a la arboleda de ciervos…»

Pero Los Inklings no serían los Inklings sin otros cuatro miembros principales; Neville Coghill, compañero de estudios y amigo muy cercano a Lewis, académico como ellos, es el tipo del cual se dice ¡siempre estuvo ahí; Orwen Barfield, cristiano iconoclasta cercano a la antroposofía, desatendió en parte su vocación literaria por el ejercicio «más lucrativo» de la abogacía, enfadaba a Lewis con sus continuas interrupciones con «distingo» obligándole a precisar sus conceptos, le influyó en todo caso enormemente; y Charles Williams, se proclamaba «isabelino», no victoriano, la vieja Inglaterra frente a la imperial Gran Bretaña, afecto común a todos los Inklings; de personalidad extraña y desbordante, afable y simpático con todo el mundo sin hacer distinción de personas,  escritor y editor de la University Press de Oxford, su muerte prematura en 1945 desarboló emocionalmente a los Inklings, dejando malograda una vida literaria prometedora y una obra maestra el relato «Todos los santos». Williams sondeó caminos misteriosos donde realidad y magia se confundían incluso en los hechos más cotidianos de la vida diaria, dejando abiertas  «compuertas extrañas» que se cierran y abren, caminos insondables  por donde pasan cosas providenciales, entre la pesadilla y magia, no siempre controlables, concebía el sentido del bien confrontándolo a su antagonista el mal. Lewis se sintió fascinado por él e influyó enormemente en el relato de «Esa Horrible Fortaleza», novela que curiosamente no le gustó a Tolkien. De hecho nos ofrece luz sobre algunos de los recovecos más complicados de esta obra; la fascinación por los poderes ocultos y las fuerzas maléficas; en su obra deambulan personajes mezquinos, tipos ordinarios con pensamientos perturbadores, requiebros de la razón, manifestaciones de resentimiento y ambición no satisfechas, sesgos del alma que van desarbolando la conciencia entre sensaciones contradictorias, perdidas las referencias morales, se produce lo que Lewis llama la Abolición del Hombre (texto recopilatorio de las conferencias impartidas en la Universidad de Durkham en 1943, libro esencial para entender su pensamiento).  El otro Inkling no necesitaría presentación si no fuera el más desconocido, su hermano Warnie, compartió vida y literatura con Jack; desde pequeños fantasearon con los mismos sueños y fueron ambos cautivados por la Alegría, militar de profesión, los pliegues del alma se ajustan a las tragedias y las desgracias de distinta forma… no se aprecia esta extraña norma con alcance tan triste como en el seno de las familias. Fue un caballero y una buena persona, según los que le conocieron, enormemente culto, su personalidad quizá fue desbordada por la brillantez de su hermano, no obstante escribió libros muy interesantes sobre los estertores del periodo borbónico en la Francia del siglo XVII, en los prolegómenos de la Revolución Francesa y, sobre todo, fue el notario por excelencia de los Inklings, redactó un Diario fascinante, fuente de información inapreciable para conocer los detalles de sus reuniones, de lo que hablaban y de sus inquietudes, nos ofrece resquicios de quienes fueron estos singulares y complejos personajes que dos veces por semana entre cervezas y buen humor  hablaban de poesía, de viejas historias y leyendas… acaso no sea ésta la mejor definición de lo que significa la palabra civilización…

Desde hace unos años a C. S. Lewis se le conoce popularmente en gran parte (y sobre todo por su revisión cinematográfica) como el autor los cuentos «para niños» de la saga de Narnia.  El cine le hizo más justicia aún unos años antes con la recreación de un episodio crucial de su vida, la muerte de su esposa Joy, en la magnífica película Tierras de Penumbra («Shadowlands») (1993) del director David Attenborough con un Anthony Hopkings, nada menos, interpretando al profesor y una no menos memorable Debra Wringer como J. Davidman. La película está basada en un obra de teatro, pero el origen del relato es un pequeño y estremecedor libro del propio Lewis, «Una pena en observación» (1961). «Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo», así comenzaba Carmen Martín Gaíte su traducción al castellano en la editorial Anagrama (recuerdo el libro muy fino de tapas amarillas con un fotograma de los protagonistas de la película en el centro de la cubierta). El libro es de los últimos de Lewis (recordemos murió el 22 de noviembre de 1963, el mismo día que asesinaron a Kennedy, curiosamente). Esta obra ofrece una de las claves no solo de su biografía sino de su pensamiento y evolución espiritual, una dura prueba final sobre su compromiso con la fe. Está escrito en un lenguaje directo, claro, Lewis escribe como piensa, o mejor, mientras piensa (quizá de ahí su extraordinaria fecundidad literaria). Podría ser un diario de un suceso personal sin más pero no es solo eso; es una descripción descarnada del torbellino de emociones del hombre que pierde a su amada, una introspección a la que voluntariamente se somete para descender al abismo de la desesperación y la nada y comparecer perplejo y airado ante el Dios ausente, sentir «el portazo de la puerta en tus narices, el cerrojazo de doble vuelta y el silencio», «la caída del castillo de naipes», «el sádico cósmico». En el libro no hay contemplaciones, a Dios se le puede decir no… si finalmente siente que es necesario. Tampoco auto-complacencia, que odia, no hay falsa santidad ni beatería. Y lo que podría ser una falta de pudor en la expresión de sus sentimientos de miedo y dolor tiene justificación y sentido; el relato de su propio drama personal puede servir de consuelo a los demás, a muchos más que como él sufren el dolor y la pérdida, algo que por otro lado había hecho ya tantas veces antes respondiendo las cartas de cientos de desconocidos buscando su amparo. El sabía que sus sentimientos eran universales, también su dolor… como siempre acertó, «No puedes y no te atreves. Yo pude y me atreví a llevar el sufrimiento de los demás».

Lewis publicó al principio el libro bajo seudónimo, Dimidius, que significa en latín «quebrado o partido en dos», en homenaje quizá al santo Tomás Didymus el escéptico con el que bromeaba su gran amigo Charles Williams, y para no llamar la atención sobre sí. Fue T. S. Elliot, el eximio poeta inglés, uno de los primeros en leer el manuscrito, vislumbró conmovido al oculto y atormentado autor, al viejo profesor al que conocía y también a Joy, no dudó en que había que publicarlo, se hizo en otra editorial, pero antes Lewis cambió de nuevo el seudónimo por otro, N. W. Clerk, («Nat Whilk» en anglosajón antiguo «I know not whom» and «sholar», «no se qué miembro de la academia» podríamos decir).

Solo en 1964, tras su muerte, se renombró el libro con su nombre real, y fue un éxito editorial.

El epitafio de Joy reza: «Recuerda a Helen Joy Davidman. Fallecida en julio 1960. Amada esposa de C. S. Lewis. y un poema:

«Aquí yace el mundo entero…

las estrellas, el agua, el aire…

y los campos y bosques…

como fueron vividos por una mente sencilla.

Como restos despojados que se dejan atrás

las cenizas revivirán… con esperanza,

de su sagrada indigencia,

de la tierra yerma al más allá,

volverán a ser …

el día de la Resurrección».

Ldo. F. J. A. Guzmán.

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