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Lecturas escogidas (II) 1954-1974 Conversaciones de Gredos.

Comentarios al libro «Alfonso Querejazu – Joaquín Garrígues, Correspondencia y escritos (1954-1974) editado por Trotta en el año 2000,  edición y  estupendo estudio preliminar de Olegario González de Cardedal

El sacerdote Don Alfonso Querejazu nació en el año 1900, por edad perteneció a la llamada Generación del 27, históricamente se corresponde a los nacidos entre 1894 y 1908 aproximadamente, teniendo como fecha central 1901 (siguiendo la tesis orteguiana desarrollada por Julián Marias , entre otros en sus libros «La Estructura Social» y «El método histórico de las Generaciones»). Es la generación que consolidó los logros y los avances de las dos anteriores, por una parte la genial Generación del 98 (los nacidos en torno al año 1871, entre 1863-1878), con Unamuno a la cabeza y la generación posterior, no menos importante por su carácter transformador y modernizador de la realidad española, la generación en torno a 1886 (1878-1893), siendo su cabeza destacada Don José Ortega y Gasset, que ya en 1908 proclamaba: «Europa=ciencia»,  es decir sin «pensamiento» Europa pierde su carácter distintivo frente al resto del mundo y de eso se trataba, de ponerse «a la altura de los tiempos»…

Querejazu nació en Sucre (Bolivia) de familia vasca emigrada que formó una especie de «burguesía colonial», su padre fue Cónsul de España. Su formación abruma por su calidad, profundidad y amplitud; se educó seis años con los dominicos en Buenos Aires, volvió con los jesuitas a Bolivia para hacer el Bachillerato,  de ahí a España a Deusto para estudiar Derecho, en 1921 muere su madre y algo desagarra su alma que rompe sus lazos con su tierra de origen, no así con su familia con la que siempre mantuvo estrechos y cariñosos lazos.  Empieza un periplo cosmopolita por media Europa estudiando en las instituciones académicas más prestigiosas; lengua y literatura inglesa en la Universidad de Oxford  (1922, quizá pudo coincidir en algún momento con Lewis y Tolkien),  Derecho y Economía en la London School of Economics (1923-1924-1926); termina su licenciatura en Derecho en la Universidad de Valladolid convalidando sus estudios en 1926, ya en Madrid forma parte del recién creado y ya prestigioso departamento de Derecho Penal y Antropología Criminal en la Universidad Central de Madrid con el profesor Quintiliano Saldaña (de la innovadora generación del 1871 ( o del 98) ya citada),  y junto con el también influyente profesor Jaime Masaveu; pero abandona temporalmente su incipiente y brillante carrera como penalista y marcha de nuevo a Europa, quizá por su perenne sed de saber y conocimientos o por un latente resquemor de insatisfacción espiritual en el alma; siempre retuvo la condición de jurista pero el mundo del Derecho nunca terminó de saciar su espíritu siempre anhelante;  esta vez a Alemania donde estudia en las Universidades de Hamburgo, Bonn y Berlín entre 1928 y 1930, fecha en la retorna a España donde le nombran con treinta años recién cumplidos académico de número de la Real Academia de Jurisprudencia y de Legislación, siendo Don Niceto Alcalá Zamora su director (pronto será presidente de la República); vuelve al departamento de Derecho Penal, obtiene su doctorado con la tesis «El verbo del delito», (entre los miembros del Tribunal que le califican con sobresaliente es parte el recién nombrado y muy joven catedrático de Derecho Mercantil Don Joaquín Garrigues, (casualidades de la vida, nuestros protagonistas que todavía no se conocían ni trataban juntos por vez primera), en todo caso por poco tiempo; cae gravemente enfermo, con el pulmón derecho literalmente deshecho y, al borde de la muerte,  se recupera en el sanatorio de Bella-Lui en Montana-Vermala, Suiza, donde pasa por su peregrinaje particular por la «montaña mágica», lo que también el llamó su peculiar «camino de Damasco», ¿visitó la tumba de adorado Rilke en Brigg?. Se recupera (aún desde entonces siempre estuvo delicado de salud) y en 1933 un cuasi-primo suyo Adolfo Costa du Rels lo ficha para la delegación diplomática de Bolivia ante la entonces Sociedad de Naciones, necesita su ayuda en el perenne contencioso jurídico contra Chile y Perú en la búsqueda de salida al mar, (viene de lejos del Virreinato español con la cuestión  del Paposo y la jurisdicción sobre el desierto de Atacama) . De nuevo regresa a España en 1935, esta vez con un compromiso cristiano más acusado y evidente, colabora con la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP) impartiendo clases de Historia para el CEU. Otra vez enfermo marcha para recuperarse en Suiza en 1936, en junio y justo en los prelogómenos de la Guerra Civil. Pero entonces su vocación es claramente otra, una llamada espiritual ardiente, latente desde hace años pero no descubierta hasta al menos su encuentro en 1932 con el padre dominico Ceslas Alexandre Rzewusky (ruso-armenio nacido en 1892, discípulo de Maritain)… no puede, no debe ser otra cosa que sacerdote. Una vez recuperado y a instancias y junto con Don Angel Herrera Oria (fundador de ACNP y director del periódico confesional El Debate, también ilustre jurista y también en vías de ordenación sacerdotal) se matricula en la Facultad de Teología de Friburgo, en la Selva Negra en Alemania, donde permanecerá hasta 1940, fecha en que definitivamente recalará en la que será desde entonces su ciudad y gozoso retiro, para «vivir en el mundo sin pertenecer a él»,  centro de su ingente actividad espiritual hasta su muerte, Avila, calle San Segundo nº 26; en el Seminario de su diócesis se ordenará sacerdote el 10 de mayo de 1942.

Sirvan estos breves apuntes biográficos para situar la personalidad del padre Querejazu, la ponderación obliga frente al que siempre huyó de enaltecimiento alguno.  Un hombre con trayectorias diversas, escritor; intelectual, apasionado de la literatura y el arte, historiador, jurista, profesor y académico, por un tiempo ciudadano del mundo y siempre español; trayectorias todas ensayadas con brillantez. Sin embargo su vocación más auténtica como sacerdote  le hizo renunciar a ese mar de posibilidades, una vez aceptada la vivió con sencillez y humildad prestando su ministerio con entusiasmo y estilo fervoroso. Y es que gozaba de un talento y una capacidad natural para influir en los demás y sacar de ellas lo mejor de sí mismas, encauzando así la predisposición espiritual de cada uno con la atención requerida para dar sus mejores frutos y ofrecer consuelo cuando fuera necesario. Fue forjador de vocaciones y formador de cientos de sacerdotes, sin embargo además tenía un talento especial, su singular genio para el recogimiento y contemplación,  ese «vivir en soledad con los demás en oración» le confirió una capacidad para dirigir ejercicios espirituales, durante toda su vida organizó distintos grupos que se reunían regularmente y de todos ellos en particular uno de los acontecimientos religiosos e intelectuales más singulares y trascendentes en la España convulsa de los años 50 y 60, aún en su alcance limitado en el número presencial de los asistentes pero no en su influencia, las llamadas Conversaciones de Intelectuales de Gredos.

Consistieron en unas reuniones anuales (desde 1954 a 1974) de apenas unos días por Pentescostés (mayo-junio) que tenían lugar en el Parador Nacional de Gredos y la capilla adyacente con el promontorio de la sierra detrás. Es difícil hacer una descripción de cómo eran «nadie podría adivinar donde terminaba la plegaria y donde se iniciaba la confidencia»; «… teólogos, filósofos, poetas y hombres simples tomando contacto espiritual e intelectual en busca de la verdad», según las propias palabras del Querejazu. La reunión comenzaba con la oración, entonces se suscitaba un tema de reflexión, normalmente previsto o sugerido con antelación, siempre relacionado con la fe; a continuación cada uno, el que deseara, intervenía haciendo sus comentarios o precisiones para lograr un esclarecimiento del asunto y alcanzar su conocimiento hasta sus últimas consecuencias, dando un siempre sentido personal a la meditación, en busca de la autenticidad de sentimiento religioso y vislumbrar un nuevo horizonte de maduración espiritual; a continuación todos los días celebraban misa, la eucaristía, recitando los laudes por la mañana y las completas de noche con canto gregoriano incluido de los seminaristas de Ávila. Estas reuniones se realizaban fuera del marco oficial ni siquiera institucional de la Iglesia Católica, muchos prelados no estaban conformes con la libertad con la que se desarrollaban y menos aún con la personalidad de muchos de los que asistían, de todas las ideologías, pero en plena comunión con los dogmas de la Iglesia;  se evitaba hablar de de política pero sin duda fue un remanso en una España maltrecha  para el encuentro y concordia de personas de muy diversa índole e ideología, todos católicos en la fe, en una España oficial que había mixtificado la religión con fines propagandísticos con un sin fin de adherencias ajenas  a la religión. Representaron sin duda lo mejor de lo que habría de ser el espíritu del Concilio Vaticano II, en una España que había sido siempre un referente religioso de Occidente y que no podía quedarse atrás por un conyuntural uso del nacionalismo religioso. La lista de sus participantes en sí ya resulta ilustrativa (curiosamente muchos de ellos serían luego protagonistas directa o indirectamente en la etapa de la Transición): Dámaso Alonso, Leopoldo Calvo Sotelo, Heliodoro Carpintero, Julian Marías, Luis Díez del Corral, Eduardo García de Enterría, Alfonso García Valdecasas, Antonio Garrígues y Diaz-Cañabate, Joaquín Garrigues y Diaz-Cañabate, Pedro Laín Entralgo, Rafael Lapesa, Gregorio Marañón, José María Maravall, Marcelino Oreja, Ignacio Camuñas, Benjamín Palencia, José Antonio Muñoz Rojas, Dionisio Ridruejo, Gregorio Peces Barba, Luis Rosales, Juan Rof Carballo, Antonio Truyoll, Luis Felipe Vivanco, Javier Zubiri, Juan Lladó, Philippe Zutter…y muchos más. Todos ellos recibieron una «piedrecita blanca» escrita con un nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe (Apocalipsis 2,17).

El padre Querejazu mantuvo un epistolario con muchos de ellos, la práctica totalidad todavía inédito. Julián Marías le dedicó unas sentidas palabras en su libro «Sobre el Cristianismo» y en el «Tomo II Memorias».  Sin embargo nos queda un testimonio inestimable que nos permite conocer la actitud del padre Querejazu y la reacción de sus interlocutores y amigos,  vislumbres de una nueva perspectiva cristiana aún por hacer, se trata del intercambio de cartas entre Don Alfonso Querejazu y el jurista Don Joaquín Garrigues. Sobre este último sobran las palabras para los que nos dedicamos al Derecho, nació en 1899 de la misma generación por tanto,  fue un ilustre abogado y catedrático de Derecho Mercantil en la Universidad de Madrid, maestro reconocido y referente de enorme influencia para abogados en toda España todavía hoy cuarenta años después de su muerte. Se puede decir que Joaquín Garrigues fue el epónimo, el hombre representativo de una «generación decisiva» de un conjunto de juristas, tanto en el ámbito de la docencia como en el ejercicio práctico de la abogacía que dinamizaron el Derecho de acuerdo a la ciencia jurídica europea y el Derecho comparado vigente,  actualizándolo a las necesidades de una sociedad moderna y en transformación, singularmente en el Derecho Mercantil, que fue su especialidad. Para conocer su biografía nada mejor que leer el libro escrito por su hijo Don Luis Joaquín Garrigues  «Imágenes de una vida: Joaquín Garrigues» (1994),  donde relata su vida y trayectoria profesional, está lleno de jugosas anécdotas, sincero y con sencillez incluye las descripciones de las tácticas empleadas en algunos de los casos que tuvo a su cargo,  su secreto quizá era su estilo; la elegancia y maestría en el análisis y la claridad expositiva de las conclusiones y alegatos, un estilo de escritura se puede decir que era literario, por lo depurado y la exacta elección de la palabra adecuada para describir el concepto o institución y/o justificar un razonamiento o una conclusión, (dijo el genial escritor Miguel Delibes que aprendió a escribir leyendo sus manuales de Derecho Mercantil). Aparte tenía un portentoso conocimiento de las instituciones jurídicas y las fuentes que le resultan de aplicación, estudiaba caso por caso hasta el mínimo detalle con dedicación y esfuerzo para resolver y obtener la mejor solución para el cliente o para darle al dictamen el alcance preciso de lo solicitado, expresión ineludible de su eficacia como jurista.

El libro que comentamos no trata de leyes, y bien podría decirse que tampoco trata de de la vida o de los avatares biográficos de estas dos grandes personalidades; pero sí algo más profundo el sentido último de su vidas, de cada uno, que es como decir de la vida de cualquier hombre o mujer. En las cartas se cuentan las cosas que nos ocurren o que pensamos a otras personas, los proyectos, anécdotas, nimiedades, la expresión de los sentimientos, las pasiones y a veces los acontecimientos más terribles o las confidencias más profundas e íntimas que no nos atreveríamos a decir o manifestar salvo en una carta y solo a una persona concreta. De todo ésto hay en este epistolario, pero la condición de sacerdote de Querejazu y sobre todo la convicción vital constante de ser, en su decir y hacer un hombre elegido por Dios, él y todos nosotros, diría él «desde antes de la constitución del mundo», y en consecuencia su visión sobrenatural de la realidad en cada instante donde esté y con quien esté; ese sentido trascendente a todo lo que hacemos, «sub specie aeternitatis» otorga un sentido místico o espiritual al diálogo entre los dos, una tensión constante a veces difícil de soportar tanto hay en juego. El padre Querejazu en cada carta, con un retórica si se quiere a veces un tanto recargada llena de citas, pero que en realidad son como cánticos continuos a la existencia y al mundo llenos de entusiasmo  que contagia al lector, acoge con presencia, oración y aliento la necesidad espiritual que se va convirtiendo poco a poco en apremiante,   las palabras del sacerdote tienen un sentido confortador y tonificante, un afecto sincero y familiar va estimulando y alentando una fe que sin embargo se siente débil, amarrada; la fortaleza a veces se desvanece frente a los avatares, frente a las desgracias, y también la más terrible la muerte del ser querido más inocente.  Aquí la piedad más sincera nos acoge en la intimidad de las páginas de un libro, y deber ser el lector , creyente o no, el que se deje envolver por el sentido e invocación de las preguntas «últimas», síntoma de la maduración de la razón de todo hombre… cualquiera que sea la respuesta.

Pero Garrigues, no ya el jurista, sino cualquier hombre quiere convicciones y realidades claras y puras, no quiere dudas, no le sirve la fe de Unamuno, «la fe de dudar en tanto viva, dame la pura fue luego que muera», el quiere la fe en vida; la verdad ya; «Pues como dice Newman el que una cosa sea verdadera no es una razón para que se diga sino para que se haga; para que se obre conforme a ella, para que la hagamos nuestra interiormente…». Al abogado acostumbrado a los subterfugios de leguleyo no le sirven las medias verdades, los requiebros de la retórica le resultan vacuos, ya sabe de la realidad y su prosaísmo, ni caben divagaciones ni salidas por la puerta falsa, ni sermones o pláticas de pose para regalar los oídos o acallar las conciencias de insensatos.  Son cartas conmovedoras, sinceras, sin comedimientos ni hipocresías, fruto de esa angustia vivificante y durísima que los dos se han impuesto para llegar a las últimas cuentas consigo mismos, merece mención especial una carta de 11 de febrero de 1961, que a mi personalmente me recuerda a la memorable «Una pena en observación» de C. S. Lewis, donde la inteligencia, el «fondo insobornable» se «enfrenta» a una fe esquiva sin tapujos: «… Y esta falta de convencimiento y de entrega total me lleva a una vida que de cristiana sólo tiene la apariencia. Estoy seguro de que si yo tuviera fe verdadera yo viviría de otro modo, consciente de mis obligaciones y de mi responsabilidad de cristiano. No basta con ir a misa, con confesar cada tres o cuatro meses y con procurar evitar precisamente los pecados que menos cuesta eludir. Pero dónde está el amor a Dios, dónde mi dolor y mi agradecimiento por el sacrificio de la Cruz cuando empiezo por considerarlo absurdo? ¿Qué tiene que ver con la auténtica caridad la fugaz conmiseración ante el dolor ajeno si en el fondo procuro apartarme de él para vivir apegado a mis cosas, a mi familia, a mis amigos? ¿Qué tiene que ver con la verdadera religión la lectura de libros piadosos o teológicos que lejos de apagar mi sed me dejan siempre insatisfecho y escéptico? Soy sólo un cristiano aparente, que toma de la religión la moral cristiana si se quiere; mas no se deja traspasar del amor a Dios, de la caridad con el prójimo; que resiste -aunque en el fondo no quiera resistir- a las proposiciones del dogma. He aquí por qué cuando yo hacía visitas de pobres sólo podía darles mi dinero y no la palabra de amor y consuelo que debiera: la palabra de Dios se me helaba en la boca antes de pronunciarla… Y sin embargo yo creo tener buena voluntad y pido sin descanso la fe que es vida antes que mi vida sin fe se extinga… Mas los años pasan y no avanzo en ese camino ni un milímetro. Por eso pienso que la vocación de Dios al hombre tiene sus grados y que en algún caso es tan débil que casi no existe. Pienso que hay naturalezas de suyo refractarias a la idea religiosa, aunque la voluntad se empeñe en poseerla. Pienso, en fin, que la fe es un don gratuito que se da a uno y a otros no; y que la lucha de éstos es una lucha vacía, de antemano condenada al fracaso. Ve usted ahora claro el por qué de mi resistencia a ir a Gredos? No me considero capaz de digerir los manjares exquisitos que allí se sirven; yo necesito la leche tibia del recién nacido, pues ése es realmente mi estado frente a la Religión. Religión para niños; no para adultos, es la que yo preciso… La tentación del precipicio que, siquiera un instante, aborda a todo hombre… con fe o sin ella…

Y El padre Querejazu, que en su erudición conoce todas las palabras y citas posibles de la Biblia, de los santos, poetas y escritores para expresar lo inefable, como buen sacerdote sin embargo es consciente de la inutilidad de su empeño sino apela directamente al corazón; que como decía Pascal no sabe o «no atiende» a razones, » iCuánto me alegran sus cartas! Hay paz en ellas y hay también dolor; un dolor fecundo. Cuando nos adentramos más y más en el dolor nos allegamos al misterio. «Les oeuvres comme dans les puits artésiens montent d’autant plus haut que la souffrance a plus profondement creusé le coeur». Proust dixit sic'». Su dolor va labrando los niveles de una bondad; una bondad creadora. iAsí es Dios bueno, creando, amando humildemente!… » «Estamos unidos por un rayo de luz. El tiempo va purificando nuestros recuerdos de lo que pudieran tener de efímero y dándoles una consistencia de eternidad. Los momentos que paso con ustedes tienen un algo inefable de alegría evangélica, libre de cuidados y preocupaciones, nuestra alegría está hecha de ofrenda y docilidad…», «¿Puede usted hacerse a la idea de no haber sido pensado nunca, nunca amado?. Así se abre una senda para llegar a Dios que siempre está creando porque siempre está amando…», «…¡Qué misterio tan grande el del dolor! Renueva la fe en nosotros con un voluntad de Verdad, ese amor que vela sobre nosotros y que para mi tiene expresión cumplida en su cariño. Y me pregunto, sin usted ¿qué sería de mi vida?. En «espíritu y en en verdad», vivamos y bebamos del «agua vida del Espíritu» que nos une tan entrañablemente y me da luz para conocer el «don de Dios». ¡El lo bendiga y a mi no me olvide!. Lo abrazo!».

El poeta Luis Rosales, que también perteneció al grupo de las Conversaciones de Gredos, en su poemario Retablo de Navidad escribió sobre la fe:

«De noche

cuando la sombra de todo el mundo se junta

De noche

cuando al camino huele a romero y a juncia

De noche iremos de noche

Sin luna iremos sin luna

que para encontrar la fuente sola la fe nos alumbra»

Poeta Luis Rosales.

 

 

 

 

 

 

 

Fdo. F. Javier Alex Guzmán

 

 

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