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EWIG
Maiernigg, Austria, 1906. Mahler se encuentra en su residencia de verano, una casa idílica apartada en el campo, lejos del ajetreo de Viena. Se haya componiendo una nueva sinfonía, la octava, que unos años después, en 1910, estrenará en Munich dirigiéndola él mismo, en uno de sus escasos éxitos de público en toda su carrera como compositor. La imagen de Mahler en su casa estival componiendo produce cierta sensación de admiración no exento de extrañeza. Se retira todas la mañanas sin excepción a una cabaña aneja a la residencia principal, temprano, tras desayunar, se encierra entre sus partituras; nada ni nadie pueden distraerle, el temperamento y carácter de Mahler era suficiente disuasión para cualquier frivolidad al respecto. Alma, su esposa, era bien consciente de ello; la mujer más deseada y solicitada de Viena, se lamentaba resignada, no sin cierto resentimiento, de esta soledad forzada a la que su esposo le confinaba. Sin embargo Mahler, tan dadivoso como solía ser con su esposa, en esto no transigía, sometiéndose a las exigencias de un proceso creativo, que era lo único que le redimía de una existencia vivida como lucha, como afán de superación. Es posible que Mahler acostumbrado a la soledad y al estudio desde la infancia, al esfuerzo, a la disciplina que impone la creación, ni siquiera pudiera escapar a la atracción del trance, en palabras del maestro Federico Sopeña. Ni siquiera el matrimonio, que ya fue tardío cuando se casó, (de hecho era un hombre maduro y parece con no mucha experiencia sentimental que le hubiera dejado huella), podía cambiar la sustancia de Mahler, el hombre, el sueño; la plena entrega al amor de Alma, por lo demás plenamente sincero y auténtico, no podía desviarle de su vocación esencial como músico. Alma lo entendió, y mientras vivió Mahler asumió la tensión creativa de su esposo, pero en realidad nunca la compartió del todo.
El misterio de Mahler radica en que era distinto a los hombres de su entorno y si se me permite a su propia época, era su culminación pero no pertenecía plenamente a ella, quizá porque iba más allá, o porque previó algo insondable que a otros se les escapaba. Podemos pensar en Viena, la ciudad soñada del ayer de Stefan Zweig, sí del del viejo y anquilosado imperio austro-húngaro, con el bondadoso e hierático emperador Francisco José y la rutilante y desgraciada Sisí, de los archiduques embigotados de blancas patillas, de los rutilantes húsares, y de los magníficos palacios que respiran valses llenos de dulzura entre sus salones, del Präter; pero también Viena es un volcán en erupción, políticamente es la capital de un imperio que se desintegra por doquier, con minorías que socavan los pilares de un poder absoluto y obsoleto, pero, y éste es su destino trágico, no tienen una alternativa subyugante que ofrecer a la Historia; y por último Viena es un mundo palpitante lleno de genios que esbozan una nueva época de progreso, de ciencia, de arte, que quedará sepultada por los desastres de la guerra que se avecinaba pero, que en cierta forma también ellos mismos contribuyeron a destruir, porque no creían tampoco en los cimientos de ese mundo,y porque además éste, el mundo de principios de siglo, en su crueldad no los aceptaba, (recordemos que casi todos eran judíos y los sucesos históricos se precipitaron sobre ellos, ahogándolos en sus sueños y descubrimientos); Freud, Wittgestein, Arthur Schnitzler, Gustav Klimt, Walter Gropius, Stefan Zweig, Franz Kafka, éste en Praga, escriben, pintan, construyen sobre un mundo que se extingue, cuando aún no está extinguido, como si lo anticipasen y en cierta forma aceptasen su triste destino. Y Mahler?
Mahler es diferente. Mahler vive en el temblor, en el estremecimiento, en el trance. Los artistas, los creadores citados, excluyendo quizá a Kafka pero no Freud, viven en una genialidad articulada sobre sí misma. Son extraordinarios testigos de una época, el culmen de una civilización, pero como si de los viejos ciudadanos del Imperio Romano se tratara, viven a su pesar, como precipitados hacia su propia decadencia, como si hubiesen renunciado al alterar su destino, actores en su propia tragedia y en un escenario donde otros cierran el telón súbitamente sobre ellos para desvanecerse detrás como sombras y nunca volver. Pero Mahler no, no se resigna. Los biógrafos coinciden (magnífica la escrita por Pérez de Arteaga); físicamente era un hombre de corta estatura, muy delgado, nariz aguileña, frente despejada, cabello encrespado, y un tanto desaliñado y despreocupado en el vestir; en su carácter y forma de ser era un hombre enérgico, tenaz, imaginativo por supuesto, con una mirada intensa y un magnetismo arrebatador en la dirección musical, un sólo gesto, una mirada, determinada el comportamiento y la interpretación de la orquesta entera; podía ser dulce y encantador, con fino sentido de humor, pero también un déspota sin escrúpulos, exigente con sus músicos y cantantes, hasta hacerlos llorar de tensión (él mismo a veces terminaba una actuación en un estado de nervios y excitación que asustaba a sus compañeros). Inteligente pero no excesivamente culto, hombre de pocos libros pero muy leídos, sobre todo Niestzche, Shopenhauer, y curiosamente la Biblia y el Evangelio, estimaba y admiraba con curiosidad a Jesucristo, no era propiamente un intelectual, aunque frecuentaba los círculos literarios y musicales a los que por su calidad de músico pertenecía, pero su vida social era escasa; judío de origen, católico de adopción, y comprometido socialmente con los más desfavorecidos con un socialismo de tipo burgués pero sincero, no soportaba el sufrimiento de los desvalidos, tampoco de los anímales hasta el punto de no comer carne.
Mahler vivía en tensión con el mundo, y no sólo en lo referente a la creación musical, participaba del sentido religioso en su acepción más profunda, religatio, unido a la realidad. Sentía la vida a la que se entregaba con una intensidad sobrecogedora hasta extenuarse físicamente, como si el tiempo se agotara sin poder cumplir con sus anhelos, pero además reflexionaba frecuentemente sobre la muerte y el más allá, que le intrigaba y desazonaba. Basta recorrer su obra musical tan extensa y reveladora, aún no siendo propósito de este artículo, por ejemplo la tercera sinfonía, Resurrección, la novena; la Canción de la Tierra, o el impactante ciclo de canciones sobre la muerte de los niños. Este es el misterio de Mahler, el estremecimiento ante la vida y la muerte, ante el amor, ante la creación, la desesperación por la desgracia y la miseria humana, sin olvidar la evocación del sueño y la dulzura de la vida, y lo que es más original como artista en un época que anticipa el descreimiento, el temor ante el más allá después de la muerte; grandes temas universales que vitalmente recrea en sus composiciones sin desdén, sin dogmatismos, sin pretensión embaucadora, pero tampoco sin ningún tipo de renuncia anticipada ante la creencia, sin cinismo. En esto se diferencia de sus contemporáneos, Mahler mira hacia el pasado con temblor, preguntándose por lo eterno.
Ewig…, Ewig…, es el anhelo de lo eterno, el ansia de perdurar. Mahler retoma esta palabra en la Canción de la Tierra, y en la sinfonía octava, en la estrofa final del Coro místico; la obra que compuso en el verano de 1906. Quizá esta sinfonía represente la materialización real de un sueño imposible de un músico en un arrebato de grandeza, sí, pero también un anhelo de lo inefable; un símbolo, un mito; la orquesta más grande, el coro más grandioso, y el tema más ambicioso y poderoso, el universo, el sentido de la creación, lo eterno, Ewig.
Ldo. F. J. A. Guzmán