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La muerte extingue la personalidad civil (art. 32 Cc), deja de existir el sujeto que pueda entablar relaciones jurídicas con otras personas, ya no puede ser titular de derechos y obligaciones, pero la muerte no supone la aniquilación de la persona que se ha sido en el mundo;  vivencias y aspectos personales de la persona fallecida perviven tras su muerte, conformando el entorno circunstancial no solo de las personas que le sobreviven, familiares o allegados, tambien del resto de la sociedad, dependiendo de su proyección pública, y, en ambos, con prolongación en el tiempo desde el pasado al futuro, determinando el presente.

Desde el punto de vista jurídico esto resulta evidente en los aspectos patrimoniales que se transmiten por sucesión mediante la herencia del fallecido, en la protección de los derechos de propiedad intelectual, o la determinación de las relaciones paterno-filiales que puedan ser objeto de reclamación o impugnación. Pero, además, persisten otras situaciones jurídicas que son susceptibles de protección jurídica y sin embargo no pertenecen propiamente a sus sucesores ni siquiera como herederos por atribución de un derecho propio por adquisición mortis causa. ¿Cuáles son estos aspectos, circunstancias o atributos de una personalidad pretérita ya extinta que merecen sin embargo protección jurídica?

Partamos de una premisa no estrictamente jurídica que nos pueda servir de apoyo. Cuando muere un ser querido o cercano, o alguien que admiramos, nos resulta ininteligible hasta increíble no solo el hecho que ya no se encuentre entre nosotros sino que pueda desaparecer para siempre sin posibilidad de encontrarnos más con él. Esto puede hacernos pensar en una idea de transcendencia religiosa o la perdurabilidad de la vida personal desde un punto de vista filosófico (véase Julián Marías en su antropología metafísica cuando estudia la estructura empírica de la vida humana donde se «instala y proyecta en diferentes trayectorias» la vida  personal). Pero desde el punto de vista jurídico la frontera se haya en ese justo límite de la muerte cuando la co-existencia con el otro ya no es posible, por eso la personalidad civil se extingue, el sujeto desaparece y no sabemos más de él. Si tratamos de fundamentar jurídicamente por qué protegemos «derechos» de esta persona ya fallecida la pregunta sigue en pie, y entonces debemos partir no del que ya no «está» sino de las personas que ahora viven y que tienen «memoria» de los ya muertos, que son recuerdos y vivencias de una realidad vital que vivida por otros ya fenecidos gravita ahora sobre los vivos y sobre los futuribles que no son pero serán, y no solo porque tenga incidencia en sus vidas, (los vivos podrán protegerse a si mismos como sujetos, no su memoria todavía no conformada al seguir vivos, pero sí protegiendo sus derechos al honor o intimidad por ejemplo), sino, además y sobre todo, porque la prolongación del recuerdo y la memoria de los muertos en su consideración veraz y auténtica merece estimación y protección autónoma en sí misma, al margen de su afectación en la vida de sus allegados y familiares, aunque no se trate propiamente de derechos que ya sabemos los fallecidos no pueden ostentar (lo cual tiene también trascendencia a efectos de la legitimación).

Baste indicar aquí para cerrar el argumento, porque el asunto trasciende el motivo de este artículo, que si el Derecho lo compone el conjunto de las vigencias sociales indispensables para garantizar la convivencia y la supervivencia de los individuos en la sociedad, susceptible de ser impuesto coactivamente precisamente por razón de su vigencia y no solo por autoridad; el sentido último de esas vigencias y la razón de la aceptación social y de su posible éxito es la creencia comunitaria de considerarlo un instrumento eficaz para garantizar la dignidad y el desenvolvimiento vital de las personas que integran la sociedad, lo que somos y podemos ser, por lo que necesitamos el reconocimiento y protección de la dignidad para poder ser personas en plenitud, es aquí donde el Derecho obtiene su ultima justificación.

El pasado histórico como conjunto de sucesos, hechos, vigencias, creaciones e invenciones de todo tipo junto con el recuerdo de los que nos preceden conforman el presente del hombre, con el que hace su vida, proyecta y decide su futuro. Sin esa continuidad el hombre no tiene pasado y sería un primer hombre sin historia y memoria, sin circunstancia y por tanto sin realidad. El adanismo no es posible. Robinson Crusoe está solo (luego aparecerá Viernes y otros nativos), pero precisamente ése es su drama quedarse solo, aislado en un isla desierta y «apartado» de su vida anterior, la cual sigue estando en su memoria, en su pretensión de volver y de usar la inteligencia y destreza adquirida en ese mundo para sobrevivir y salir de allí. El hombre vive necesariamente en continuidad con su pasado, cómo gestione este pasado y su progresiva y natural trasformación en pos de la dignidad determinará su cualidad como persona y el avance del conjunto del cuerpo social.

El Derecho conforma un conjunto de normas con que el hombre se encuentra para saber a qué atenerse en sus relaciones con los demás, y en el desenvolvimiento personal de sus facultades a través de los derechos y en cumplimiento de sus deberes, así puede proyectar y anticipar su vida. Las normas se modificarán avanzando en paralelo a la conciencia social y a la sensibilidad colectiva, en el juego entre ideas y creencias, evitando fracturar el cuerpo social y la configuración de la vida humana. La memoria y el recuerdo de los muertos, la pervivencia de esta realidad vital pretérita, bajo una única condicion de que sea veraz y auténtica, es una dimensión de ese pasado que debe conservarse.

Una última indicación; el reconocimiento de la dignidad del hombre es el principio esencial, personal, social, pilar del ordenamiento jurídico. Pero la dignidad como derecho natural tiene un origen incierto, Ortega y Gasset decía que el hombre no tenía naturaleza sino historia, la cual actúa como una cuasi-naturaleza, un repertorio de usos y vigencias que recibimos en continuidad histórica y que resulta incompatible con una concepción dogmática y racional de los derechos con origen en un supuesto y meta-histórico acuerdo social, hipótesis no necesaria para justificar su origen. La dignidad surge en el reconocimiento de la personalidad del otro similar a la mía que se hace compresente en el encuentro vital de un ser humano individualizado con el otro como él, la intuición o consciencia al saber que como yo hay otro, un prójimo, con apariencia y pretensión de ser muy parecida a la mía, cuyo comportamiento o actuación hacia él asumo que debe ser el mismo al que espero yo de él,  lo cual me hace reconocer la dignidad de ambos. Al disciplinar mis relaciones con él en base a ello, al transcender este reconocimiento al conjunto social la idea intuida se convierte en vigencia y por tanto en norma, en las múltiples trayectorias susceptibles de regulación. El alcance y extensión que vaya obteniendo la idea de la dignidad de persona posibilitará la evolución del ser persona, razón del ser del Derecho, y de ahí el surgimiento progresivo de derechos y la imposición de obligaciones.

F. Javier A. Guzmán

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